ASCENSOR PARA EL CADALSO (adaptación)
ASCENSOR PARA EL
PATÍBULO
Noël Calef
Ed. Molino, Barcelona,
1958
En los seres débiles, la
ostentación hace oficio de voluntad. Julián había decidido intentar la
aventura. Bajaría a lo largo de los cables.
El recuerdo de los éxitos escolares en gimnasia le animaba. El profesor citaba
generalmente a Julián como ejemplo para los ejercicios en la cuerda.
Volvió, sin embargo, la espalda a la brecha abierta a sus pies, levantando su
abrigo. Aspiró a fondo, se sentó con las piernas colgantes y luego se dejó
deslizar por la abertura.
La sensación de vacío debajo le aturdió y tuvo que apuntalarse sobre los codos
hasta que venció el vértigo.
Procuró convencerse de que las reducidas dimensiones de la cabina ponían a su
alcance las paredes del pozo. Echado hacia atrás, quiso tocar la pared con los
pies. No estaba demasiado lejos. Se mordió los labios. Había que decidirse.
Afortunadamente se sentía en forma.
Lentamente, su busto y su cabeza desaparecieron por el agujero.
Colgado de las manos, con los dedos agarrotados sobre los lisos bordes del
escotillón, sintió miedo y tuvo la impresión de que había acabado.
Soltó presa y se aplastó abajo, después de una caída interminable.
Liberándose de la pesadilla, se extrañó de encontrarse aún en el mismo sitio:
palpitante de agonía, pero vivo. Instintivamente, para calmar los latidos
desordenados de su corazón, evocó la existencia tranquila y feliz que
acababa de crear con Genoveva. No pensaba en Bordgris.
Únicamente en su libertad reconquistada… ¡a condición de salir de aquella
prisión!
Un estremecimiento de energía corrió a lo largo de sus músculos. Probó a
elevarse contrayendo los brazos. Lo consiguió. Estaba en plena posesión de sus
medios físicos. Lanzó un doble puntapié frente a él.
Sus pies chocaron tan fuertemente con la pared, que el golpe estuvo a punto de
hacerle soltar las manos. Pero la alegría de descubrir el objetivo a su
alcance, le libertó totalmente del miedo. ¡Era, pues, posible! Sólo le faltaba
inspeccionar las cuatro paredes del pozo, hasta encontrar los cables.
La primera tentativa fracasó. La pared era lisa de uno y otro lado.
Metódicamente, ascendió apoyándose de nuevo sobre los codos para respirar y dar
un cuarto de vuelta a fin de explorar la pared de la derecha. Volvió a
descender.
Inmediatamente brotó de su garganta un grito salvaje que casi le dejó sin fuerzas.
¡Algo se había movido en la punta de sus zapatos! Se balanceaba como un
trapecista. Sí… Sí… Indiscutiblemente los cables estaban allí y llegó a
alcanzarlos. Por sus mejillas corrían lágrimas sin que se diera cuenta. En el borde de la abertura sus dedos blanqueaban
soportando todo el peso del cuerpo. Echó el pie izquierdo hacia delante y creyó
morir de emoción notando un roce en el tobillo.
¡El cable! ¡Lo tenía! Con mil precauciones movió la pierna. Dentro de un
instante enrollaría con un movimiento rápido el cable alrededor de su pierna. A
continuación, no sería más que un juego de niños cogerlo y apretar la cuerda
providencial con las manos.
Precisamente olvidó que sus manos… La izquierda cedió de pronto. Le falló la
respiración y cerró los ojos en las tinieblas. El cable desapareció.
Suspendido únicamente con la mano derecha, llamó a Genoveva pidiéndole socorro:
“¡Por ti es por quien lo he hecho!”… Toda la vida se le concentró en la cabeza.
No se atrevía ni a respirar. No se daba cuenta que la mano por sí misma subía,
tanteaba más arriba de sus hombros,
encontraba al fin el borde de la abertura y recuperaba su posición. No recobró
la conciencia hasta entonces. Mortalmente cansado, no se movía. Su respiración,
corta y rápida, llenaba el oscuro silencio de vida monstruosa.
Con el cerebro adormecido, llegó a izarse. En cuanto las rodillas
temblequeantes tocaron el suelo de la cabina, le abandonaron las fuerzas. Se
derrumbó sin aliento, semidesvanecido, aniquilado. Págs. 79-81.
La bombilla se encendió. Aquella vez, la luz brilló más que en los ojos en el
cerebro de Julián Courtois. Se puso en pie de un salto, cortada la respiración,
cegado, protegiéndose los ojos con el antebrazo pegado a ellos. ¿Otra vez el
guarda de noche? Consultó maquinalmente el reloj: las cinco y media… ¿Qué
podría significar aquello? Si el mundo podía volver a marchar para él después de una interrupción
de treinta y seis horas, era incapaz de concebirlo de buenas a primeras.
La sangre le golpeaba las sienes. En el desarrollo de sus pensamientos, inconscientemente guiados por el sordo rumor de vida que se
iniciaba fuera, fulguró una figura: el portero o una mujer de la limpieza,
llamaba el ascensor. Le descubriría… ¡De ningún modo! ¡Por nada de este mundo!
Pág. 141.
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