LOS MISERABLES: del folletín al musical




M. Myriel debía sufrir la suerte de todo recién llegado a una población pequeña, donde hay muchas bocas que hablan y pocas cabezas que piensan. Debía sufrirla, aunque fuera obispo, y precisamente porque era obispo. Por lo demás, las habladurías en que se mezclaba su nombre no eran más que habladurías, ruido, frases, palabras; menos aún que palabras, palabrerías, como dice el enérgico idioma del Mediodía.
Sea como fuere, a los nueve años de episcopado y de residencia en D… todas estas murmuraciones, asuntos de conversación que ocupan en los primeros momentos a las pequeñas poblaciones y a las personas pequeñas, habían caído en profundo olvido. Nadie hubiera osado hablar de ellas, nadie se hubiera atrevido a recordarlas.
M. Myriel había llegado a D… acompañado de una solterona, la señorita Baptistina, que era su hermana, y contaba diez años menos que él.
Por toda servidumbre tenía una criada de la misma edad que la señorita Baptistina, llamada la señora Magloire, la cual, tras haber sido el ama de llaves del señor cura, tomaba al presente el doble título de doncella de la señorita y ama de llaves de su ilustrísima. 
La señorita Baptistina era de corta estatura, de rostro pálido, de fisonomía bondadosa: realizaba el ideal de lo que expresa la palabra respetable, pues parece necesario que una mujer haya sido madre para ser venerable. Nunca había sido bonita: su vida, que había sido una serie no interrumpida de buenas obras, había acabado por extender sobre su persona como una especie de blancura y de claridad; y al envejecer, había adquirido lo que se podría llamar la belleza de la bondad.
La señora Magloire era una viejecilla blanca, gorda, repleta, hacendosa, siempre afanada y siempre sofocada; primero a causa de su actividad, luego a causa de su asma. A su llegada instalaron a M. Myriel en su palacio episcopal con todos los honores dispuestos por los decretos imperiales, que clasificaba al obispo inmediatamente después del mariscal de campo. El alcalde y el presidente le hicieron la primera visita, y él por su parte hizo la primera al general y al prefecto.
Terminada la instalación, la población aguardó a ver cómo se conducía su obispo. Pág.12 





No obstante, una anciana que le encendía la luz cuando volvía de noche, le enseño el arte de vivir en la miseria. Detrás del vivir con poco, hay el vivir con nada: son dos habitaciones; la primera oscura, la segunda tenebrosa.
Fantina aprendió cómo se vive completamente sin fuego en el invierno, cómo se renuncia al pájaro que comía un maravedí de alpiste todos los días, cómo se hace de la saya manta, y de la manta saya, cómo se ahorra la vela tomando la comida a la luz de la ventana de enfrente. Llega esto hasta ser un talento. Fantina adquirió ese sublime talento, y recobró un poco de valor. Pág. 92





Este hombre, así en sus vestidos como en toda su persona, realizaba el tipo de lo que se podría llamar un mendigo de buna sociedad, es decir, la extrema miseria combinada con la extrema limpieza. Es una mezcla bastante rara que inspira a los corazones inteligentes ese doble respeto que se siente hacia el que es muy pobre, y hacia el que es muy digno. Llevaba un sombrero redondo muy viejo y muy cepillado; una levita raída hasta el hilo, de paño grueso color de ocre, color que en aquella época no tenía nada de extravagante; un chaleco con bolsillos de forma secular; calzón negro, vuelto gris por las rodillas; medias de lana negra y zapatos gordos con hebillas de cobre. Se hubiese dicho que era un preceptor antiguo de buena casa, recién llegado de la emigración. A juzgar por sus cabellos blancos, su frente llena de arrugas, sus labios lívidos, su rostro, en el cual todo respiraba el abrumamiento y el cansancio de la vida, se le habrían supuesto mucho más de sesenta años; pero en atención a su modo de andar, firme, aunque lento, y al vigor singular que imprimía a todos sus movimientos, se le habrían dado apenas cincuenta. Las arrugas de su frente estaban bien colocadas, y habrían prevenido en su favor a cualquiera que le hubiese observado con atención. Sus labios se contraían con un pliegue extraño, que parecía severo, y era humilde. En el fondo de su mirada tenía una especie de lúgubre serenidad. Pág. 177 




Cosette era fea, aunque si hubiese sido feliz, habría podido ser linda. Ya hemos bosquejado su pequeña figura sombría: era delgada y pálida; tenía cerca de ocho años, y apenas representaba seis. Sus grandes ojos, hundidos en una especie de sombra, estaban casi apagados a fuerza de llorar. Los extremos de su boca tenían esa curvatura de la angustia habitual que se observa en los condenados y en los enfermos desahuciados. Tenía las manos como había adivinado su madre “perdidas de sabañones”. El fuego que la iluminaba en aquel momento mostraba al descubierto los ángulos de sus huesos, y hacía su flacura horriblemente visible. Como siempre estaba tiritando, tenía la costumbre de apretar las dos rodillas una contra otra. Todo su vestido consistía en un harapo, que hubiese dado lástima en verano, y que inspiraba horror en el invierno. La tela que vestía estaba llena de agujeros, no tenía ni un mal pañuelo de lana. Se le veía la piel por varias partes, y por doquiera se distinguían manchas azules o negras que indicaban el sitio donde la Thénardier la había golpeado. Sus piernas desnudas eran delgadas y de color encendido; el hundimiento de sus clavículas hacia saltar las lágrimas. Toda la persona de esta criatura, su aire, su actitud, el sonido de su voz, sus intervalos entre una y otra palabra, su mirada, su silencio, su menor gesto, expresaban y revelaban una sola idea: el miedo. Pág. 182




"Escuchadme; voy a daros un consejo: adoraos. Yo no me ando con rodeos, sino que voy desde luego al grano: ¡sed dichosos! En la creación no hay más sabios que las tórtolas. Los filósofos dicen: “Moderad vuestra alegría”. Yo digo: Soltadle la rienda. Prendaos uno de otro furiosamente, como diablos. ¡Váyanse al diablo los filósofos! La sabiduría consiste en divertirse. Divertíos, divirtámonos. Existid el uno para el otro, embebeceos amándoos, hacednos reventar de envidia por no poder imitaros; idolatraos. Cosette, que la sonrisa de vuestro marido sea el buen tiempo; Mario, que las lágrimas de tu mujer sean la lluvia, y que no llueva jamás en vuestra casa. Sed el uno para el otro una religión. ¡Ea! Pues, amaos. Si los jóvenes no se amasen, no sé de qué serviría la primavera" Pág. 539 




LOS MISERABLES
Victor Hugo
Ed. Alba. Madrid, 2002

Comentarios

Entradas populares de este blog

EN SUS ZAPATOS poema del film

SEX AND THE CITY poema del film

ACTO DE VALOR poema del film