LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ (adaptación)
LO QUE EL VIENTO SE
LLEVÓ
MARGARET MITCHELL
Ed. Círculo de
lectores, Barcelona, 1980
Escarlata sentase, obediente, ante la bandeja, pensando si
le sería posible meter algo en su estómago y que le quedase aún el suficiente
espacio para respirar. Mamita sacó del armario una gran servilleta y la anudó
alrededor del cuello de la joven, estirándola hasta las rodillas. Escarlata
empezó por el jamón, que era de su agrado, y lo engulló.
-
Ojalá estuviera casada –dijo tristemente, mientras
atacaba las patatas-. Estoy cansada de tener que fingir; harta de aparentar que
como menos que un pájaro y de andar cuando tengo ganas de correr, y de decir
que me da vueltas la cabeza al terminar un vals, cuando bailaría dos días
seguidos sin cansarme. Estoy harta de decir “eres extraordinario” a unos
imbéciles que no tienen ni la mitad de inteligencia que yo y de fingir que no
sé nada, para que los hombres puedan decirme majaderías y se crean importantes…
Ya no puedo tragar un bocado más. Pág. 82
Mientras charlaba, reía y lanzaba rápidas miradas al
interior de la casa y al cercado, sus ojos cayeron sobre un desconocido, solo
en el vestíbulo, que la miraba fijamente con tan fría impertinencia que
despertó en ella un sentimiento mixto de placer femenino por haber atraído a un
hombre y de turbación porque su vestido estaba demasiado escotado. No le
pareció muy joven: unos treinta y cinco años. Era alto y bien formado.
Escarlata pensó que no había visto nunca a un hombre de espaldas tan anchas ni
de músculos tan recios, casi demasiado macizo para ser apuesto. Cuando sus
miradas se encontraron, él sonrió mostrando una dentadura blanca como la de un
animal bajo el bigote negro y cortado. Era moreno, y tan bronceado y de ojos
tan ardientes y negros como los de un pirata apresando un galeón para saquearlo
o raptando a una doncella. Su rostro era frío e indiferente; su boca tenía un
gesto cínico mientras sonreía, y Escarlata contuvo la respiración. Notaba que
aquella mirada era insultante y se indignaba consigo misma al no sentirse insultada.
No sabía quién era, pero sin duda alguna aquel rostro moreno revelaba una
persona de buena raza. Aquello se veía en la fina nariz aguileña, en los labios
rojos y carnosos, en la alta frente y en los grandes ojos. Pág. 98
Cuando llegaron a Wesley Chapel, en donde Escarlata se había
detenido para recobrar el aliento el día de 1864, cuando corría en busca del
doctor Meade, miró el edificio y rió en voz alta, breve y sarcásticamente. Los
vivos ojos de Mamita buscaron los suyos con aire de interrogación y de
sospecha, pero no pudo satisfacer su curiosidad. Escarlata recordaba con desdén
el terror que la había dominado aquel día. Estaba muerta de pavor, torturada
por el miedo, aterrorizada por los yanquis, espantada por el próximo nacimiento
de Beau. Ahora, se preguntaba por qué había estado tan asustada como un
chiquillo que oye un gran estruendo. ¡Y qué inocente había sido al creer que
los yanquis, y el incendio, y la derrota, era lo peor que podía acontecerle!
¡Qué cosas tan triviales eran éstas comparadas con la muerte de Elena, la
enajenación mental de Gerald y la perpetua pesadilla de la inseguridad! ¡Qué
fácil habría de encontrar ahora mostrar bravura ante un ejército invasor, pero
qué difícil afrontar el grave peligro que amenazaba a Tara! No, ya no podía
jamás asustarse de nada, excepto de la pobreza. Pág. 534
-
¡Me da una rabia todo esto! Sólo he querido ganar algún
dinero, y…
-
Sí, usted ha buscado sencillamente no obrar como las
demás señoras, ¡y a fe mía que lo ha logrado! Ya le he dicho que la sociedad no
quiere que nadie se destaque. Es el único pecado que no perdona. ¡Desdichado
del que es diferente de los demás! Y, además, Escarlata, el simple hecho de que
su serrería le vaya bien es una injuria para todo hombre que ve sus negocios de
capa caída. Recuerde usted que una mujer bien educada debe estarse en su casita
sin saber lo que ocurre por ese mundo brutal de los hombres de negocios.
-
Pero, si me hubiera quedado en casa, hace mucho tiempo
que tal vez no tendría casa.
-
A pesar de todo, Escarlata, debería usted haberse
quedado en casa, dejándose morir de hambre elegantemente y con orgullo.
-
¡A otro perro con ese hueso! Mire usted, por ejemplo, a
la señora Merriwether: vende pasteles a los yanquis, lo que aún es peor que
dirigir una serrería. La señora Elsing hace trabajos de costura y tiene gente
en pensión. Fanny pinta unas cosas horrorosas en porcelana, que a nadie le
gustan, pero que todos compran para ayudarla, y…
-
No, no es lo mismo, amiga mía. Todas esas señoras no
ganan dinero y, por consiguiente, no hieren el orgullo sudista de los hombres
de su alrededor. Éstos pueden decir siempre: “¡Pobrecillas, cómo se afanan! Más
vale dejarlas que crean que sirven para algo”. Además, esas señoras que dice
usted no se alegran en modo alguno de tener que trabajar. Ya tienen buen
cuidado en hacer saber que sólo trabajan en espera del día que venga a
descargarlas de un peso que no está hecho para sus frágiles hombros. Por eso se
apiadan todos de su suerte. Y a usted, al contrario, se le ve que está
encantada con el trabajo y no parece hallarse muy dispuesta a dejar que un
hombre la sustituya. ¿Cómo quiere usted que le tengan lástima? Atlanta no la
perdonará jamás. ¡Es tan agradable apiadarse de la gente!
-
Ya veo que no puede usted decir nada en serio.
-
¿No ha oído usted nunca ese refrán oriental: “Los
perros ladran, pero la caravana sigue su camino”? Deje que ladren, Escarlata.
Temo que nadie pueda detener su caravana. 655
Y sin embargo…
La imaginación de Escarlata retrocedió, a través de los
años, a aquella calurosa tarde en Tara, cuando una columnita de humo gris se
elevaba sobre un cuerpo vestido de azul, y Melania estaba de pie en lo alto de
las escaleras con la espada de Carlos en la mano. Escarlata recordaba haber
pensado en aquel momento: “¡Qué tontería! Melania no podría ni siquiera
levantar esa arma”. Pero ahora comprendía que, si hubiese sido necesario,
Melania se habría precipitado por las escaleras y hubiera matado al yanqui o la
hubieran matado a ella.
Sí, Melania había estado allí aquella tarde con una espada
en su diminuta mano, dispuesta a luchar por Escarlata. Y ahora, mientras
Escarlata volvía tristemente la vista atrás, se dio cuenta de que Melania había
estado siempre a su lado con una espada en la mano, tan intangible como su
propia sombra, amándola, luchando por ella con lealtad ciega y apasionada,
luchando contra los yanquis, el fuego, el hambre, la miseria, la opinión
pública y hasta con las personas amadas de su misma sangre.
Escarlata sintió que el valor y la confianza en sí misma la
abandonaban al comprobar que la espada que había relampagueado entre ellas y el
mundo estaba envainada para siempre.
“Melania ha sido la única amiga que he tenido –pensó con
desconsuelo-, la única mujer, exceptuada mi madre, que me ha querido
verdaderamente. Melania es como mi madre. Todo aquel que la ha conocido se ha
pegado a sus faldas”.
De repente sintió como si Elena yaciese detrás de aquella
puerta cerrada, abandonando el mundo por segunda vez. De pronto se vio de nuevo
en Tara, con el aterrador peso del mundo sobre sus hombros, desolada ante el
convencimiento de que no podría hacer frente a la vida sin la terrible fuerza
del débil, del manso, del tierno de corazón… pág. 976
Allí, en la cima de la colina, estaba su casa. Le pareció
como si todas las ventanas estuvieran iluminadas, iluminadas desafiando a la
niebla a empañar su brillo. ¡Su hogar! ¡Era verdad! Miró la lejana mole de la
casa con agradecimiento, deseándola, y una gran tranquilidad invadió su
espíritu.
¡El hogar! Allí era adonde deseaba ir. Allí era donde
corría. ¡Al hogar, con Rhett!
Al darse cuenta de esto fue como si alrededor de ella
cayesen las cadenas que la habían tenido prisionera y, con las cadenas, el
miedo que había poblado sus sueños desde la noche que en Tara había creído que
el mundo se acababa. Al final de su camino a Tara había sentido que se acaba la
seguridad, la fuerza, la prudencia, la ternura, la comprensión, todas aquellas
cosas que, encarnadas en Elena, habían sido la salvaguardia de su infancia. Y,
aunque desde aquella noche había alcanzado la seguridad material, en sus
sueños, era todavía la chiquilla asustada que buscaba la seguridad perdida de
aquel perdido mundo.
Ahora sabía que el puerto que había buscado en sueños, el
lugar de refugio que la niebla le había ocultado siempre, no era Ashley… ¡Oh,
nunca Ashley! No había más calor en él que en un fuego fatuo, no más seguridad
que en unas arenas movedizas. Era Rhett… Rhett, que tenía brazos fuertes para
sostenerla, en ancho pecho para reclinar su cansada cabeza, risas burlonas que
daban a los asuntos las proporciones debidas y comprensión absoluta, porque él,
como ella, veía la verdad como verdad, sin oscurecerla con sublimes nociones de
honor, sacrificio y grandes ilusiones puestas en la naturaleza humana. Él la
quería. Pág. 985
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