LAS UVAS DE LA IRA (adaptación)
LAS UVAS DE LA IRA
JOHN STEINBECK
Alianza Editorial,
Madrid, 2012
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Los propietarios de las tierras o, con mayor
frecuencia un portavoz de los propietarios, venían a las tierras. Llegaban en
coches cerrados y palpaban el polvo seco con los dedos, y algunas veces
perforaban el suelo con grandes taladros para analizarlo. Los arrendatarios,
desde los patios castigados por el sol, miraban inquietos mientras los coches
cerrados avanzaban sobre los campos. Y al fin los representantes de los dueños
entraban en los patios y permanecían sentados en los coches para hablar por las
ventanillas. Los arrendatarios estaban un rato de pie junto a los coches y
luego se agachaban en cuclillas y cogían palitos con los que dibujar en el
polvo.
Las mujeres miraban desde las puertas
abiertas y detrás de ellas los niños, niños de cabeza de maíz, los ojos de par
en par, un pie descalzo encima del otro y los dedos de los pies en movimiento.
Las mujeres y los niños miraban a los hombres hablar con los propietarios y
callaban.
Algunos portavoces eran amables
porque detestaban lo que tenían que hacer, otros estaban enfadados porque no
querían ser crueles, y aun otros se mostraban fríos, porque habían descubierto
hacía ya mucho tiempo que no se puede ser propietario si no se es frío. Y todos
se sentían atrapados en algo que les sobrepasaba. Unos despreciaban las
matemáticas a las que debían obedecer, otros tenían miedo, y aun otros adoraban
a las matemáticas porque podían refugiarse en ellas de las ideas y los
sentimientos. Si un banco o una compañía financiera eran dueños de las tierras,
el enviado decía: el Banco, o la Compañía, necesita, quiere, insiste, debe
recibir, como si el banco o la compañía fueran un monstruo con capacidad para
pensar y sentir, que les hubiera atrapado. Ellos no asumían la responsabilidad
por los bancos o las compañías porque eran hombres y esclavos, mientras que los
bancos eran máquinas y amos, todo al mismo tiempo. Algunos de los enviados
estaban algo orgullosos de ser los esclavos de señores tan fríos y poderosos.
Se quedaban sentados en los coches y daban explicaciones. Sabes que la tierra
es pobre. Ya has escarbado en ella lo suficiente, Dios lo sabe. Págs. 51, 52.
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Al mediodía, el conductor del tractor paraba a
veces cerca de la casa de uno de los arrendatarios y sacaba su almuerzo:
bocadillos envueltos en papel encerado, pan blanco, escabeche, queso, fiambre,
un trozo de pastel marcado como una pieza de motor. Comía sin entusiasmo. Y los
arrendatarios que aún no se habían marchado salían para observarlo, miraban con
curiosidad cómo se quitaba las gafas y la máscara de goma, y contemplaban los
círculos blancos que iban quedando en su rostro alrededor de los ojos y de la
nariz y la boca. El tubo de escape del tractor seguía arrojando nubecillas de
humo, ya que el carburante era tan barato que resultaba más práctico dejar el
motor encendido que tener que volver a calentarlo al reanudar el trabajo. Cerca
se apiñaban niños curiosos y harapientos que comían masa frita al tiempo que
miraban. Contemplaban con ansia cómo el hombre desenvolvía bocadillos y con el
olfato aguzado por el hambre olían el escabeche, el queso, el fiambre. No se
dirigían al conductor. Seguían con la vista la mano que se llevaba comida a la
boca. No le miraban masticar, sino que los ojos seguían a la mano que sostenía
el bocadillo. Después de un rato, el arrendatario que no había podido
marcharse, salía y se acuclillaba a la sombra, junto al tractor. Págs. 59, 60.
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Bueno, cójalo todo, toda la chatarra, y déme
cinco dólares. No compra sólo desperdicios, está comprando vidas
desperdiciadas. Aún más, ya lo verá, está comprando amargura. Comprando un
arado que pasará por encima de sus propios hijos, y los brazos y las almas que
le podrían haber salvado. Pág. 135
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La carretera 66 es la ruta principal de
emigración. La 66, el largo sendero de asfalto que atraviesa el país, ondulando
suavemente sobre el mapa, de Mississippi a Bakersfield, por las tierras rojas y
las tierras grises, serpenteando montaña arriba hasta cruzar las cumbres,
siguiendo luego por el deslumbrante y terrible desierto hasta atravesarlo,
alcanzar la nueva cordillera y llegar a los ricos valles de California. La 66
es la ruta de la gente en fuga, refugiados del polvo y de la tierra que merma,
del rugir de los tractores y la disminución de sus propiedades, de la lenta
invasión del desierto hacia el norte, de las espirales de viento que aúllan
avanzando desde Texas, de las inundaciones que no traen riqueza a la tierra y
le roban la poca que pueda tener. De todo esto huye la gente y van llegando a
la 66 por carreteras secundarias, por caminos de carros y por senderos rurales
trillados. La 66 es la carretera madre, la ruta de la huida. Pág. 181
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