MYSTIC RIVER (adaptación)




MYSTIC RIVER
DENNIS LEHANE                      
Comunicación y Publicaciones S.A., Barcelona, 2005


Una vez más, él también estaba contento de no haber subido a aquel coche.
Mercancía dañada, eso era lo que el padre de Jimmy le había dicho a su mujer la noche anterior:
-          Aunque lo encuentren con vida, el niño será mercancía dañada. Nunca volverá a ser el mismo.

Dave alzó una mano. La mantuvo en alto junto al hombro, pero no la movió durante un buen rato, y mientras le devolvía el saludo, Jimmy sintió que le invadía una sensación de tristeza, que se iba haciendo más profunda y se extendía en pequeñas ondas. No sabía si la tristeza tenía algo que ver con su padre, con su madre, con la señorita Powell, con aquel lugar o con el hecho de que Dave, de pie junto a la ventana, mantuviera la mano alzada de una forma tan estática; pero cualquiera que fuera el motivo (alguna de esas razones o todas a la vez), estaba convencido de que nunca podría librarse de la sensación. Jimmy, sentado en la acera, tenía once años, pero ya no se sentía un niño. Se sentía viejo. Viejo como sus padres y como aquella calle.
“Mercancía dañada”, pensó, y dejó caer la mano sobre su regazo. Observó que Dave lo saludaba con la cabeza antes de echar las cortinas y de adentrarse de nuevo en aquel piso demasiado tranquilo, de paredes marrones y relojes que hacían tictac; Jimmy sintió la tristeza arraigarse en él, acurrucarse en su interior como si buscara un cálido hogar, y ni siquiera se esforzó en desear que se fuera, porque una parte de él comprendió que era inútil. Págs. 45, 46.


Sin embargo, ella lo dejaba correr, tal y como hacía cuando él le mentía sobre por qué había perdido el trabajo en la Empresa Americana de Mensajeros (Dave le había dicho que habían hecho reducción de plantilla, pero otros tipos del barrio salieron a la calle durante las semanas que siguieron y les llovieron las ofertas de empleo), o como cuando le había contado que su madre había muerto de un ataque al corazón cuando todo el barrio sabía la historia de que Dave, al regresar a casa cuando cursaba el penúltimo curso en el instituto, se había encontrado a su madre sentada junto al horno, con las puertas de la cocina cerradas, con unas toallas que tapaban las ranuras y con la habitación llena de gas. Al final se había convencido de que Dave necesitaba sus mentiras y que le hacía falta reinventar su propia historia e idearla de tal modo que le permitiera aceptarla y enterrarla. Y si eso le convertía en una persona mejor, en un marido cariñoso, aunque en ocasiones distante, y en un padre atento, ¿quién era ella para juzgarle? Pág. 160


Jimmy volvió a cubrir el rostro de su hija con la sábana, y a pesar de que movió los labios, de su boca no salió ningún sonido. Miró a Whitey como si le sorprendiera verlo en la sala, con el bolígrafo sobre su libreta de notas. Volvió la cabeza y miró a Sean.
-          ¿Te has parado a pensar alguna vez cómo una decisión sin importancia puede cambiar totalmente el rumbo de tu vida? –le preguntó Jimmy.
Sean, sosteniéndole la mirada, inquirió:
-          ¿En qué sentido?

El rostro de Jimmy estaba pálido e inexpresivo, con los ojos vueltos hacia arriba como si intentara recordar dónde había dejado las llaves del coche.
-          Una vez me contaron que la madre de Hitler estuvo a punto de abortar, pero que cambió de opinión en el último momento. También me contaron que él se marchó de Viena porque no podía vender sus cuadros. Ya ves, Sean, si hubiera vendido un cuadro o su madre hubiera abortado, el mundo sería un lugar muy diferente, ¿comprendes? O por ejemplo, digamos que pierdes el autobús por la mañana y, mientras te tomas la segunda taza de café, te compras un boleto de rasca y gana, que va y sale premiado. De repente ya no tienes que coger el autobús. Puedes ir al trabajo en un Lincoln. Pero tienes un accidente de coche y te mueres. Y todo eso porque un día perdiste el autobús. Págs. 230, 231.



-          Ojalá hubiera una isla, ¿sabes? Como en aquella vieja película de Steve McQueen en la que se hace pasar por francés y que todo el mundo tiene acento menos él. Es sólo Steve McQueen con un nombre francés. Al final salta por el acantilado con una balsa hecha de cocos. ¿La has visto alguna vez?
-          No.
-          Es una buena película. Si hubiera una isla sólo para violadores de niños y para los que se aprovechan de los más débiles, en la que les lanzaran comida desde el aire unas cuantas veces por semana, y en la que minaran todo el agua de los alrededores, nadie se escaparía. ¿Que os han declarado culpables de un delito por primera vez? Pues que os jodan, porque vais a cumplir cadena perpetua en la isla. Lo sentimos mucho, chicos, pero no podemos correr el riesgo de que envenenéis a nadie más. Porque es una enfermedad contagiosa, ¿sabes? Uno la contrae porque otra persona se la pasó. Entonces uno va y se la pasa a otro, como si de la lepra se tratara. Supongo que si les lleváramos a esa isla, habría menos posibilidades de que contagiaran a otras personas. Cada generación, habría unos cuantos menos. Al cabo de unos cientos de años, podríamos convertir la isla en un Club Mediterráneo o algo así. Los niños oirían historias de esos tipos raros con la misma naturalidad con las que ahora les cuentan de fantasmas, como si fuera algo de lo que, no sé, de lo que ya nos hubiéramos desprendido a causa de la evolución de la especie. Págs. 246, 247.



Recordó una tormenta de noviembre, cuando se besaron por primera vez en un portal, sintiendo la carne de gallina de su piel, ambos temblando.
-          Tal vez ése sea el problema –repuso Annabeth.
-          ¿Qué ya no seamos niños?
Sean la miró.
-          Como mínimo, uno de los dos –apuntó.
Sean no le preguntó a cuál de los dos se refería.
-          Jimmy me ha dicho que usted le contó que Katie planeaba fugarse con Brendan Harris.
Sean asintió con la cabeza.
-          Bien, de eso se trata, ¿no es verdad?
Sean se dio la vuelta en la silla y preguntó:
-          ¿De qué?
Expulsó el humo en dirección a la cuerda vacía de tender y respondió:

- De esos sueños tontos que tenemos cuando somos jóvenes. ¿Cómo iban a ganarse la vida Katie y Brendan Harris en Las Vegas? ¿Cuánto tiempo habría durado ese pequeño edén? Es posible que incluso hubieran conseguido una caravana mejor para vivir, que fueran en busca del segundo hijo, pero tarde o temprano se habrían dado cuenta: la vida no consiste en ser siempre feliz, en doradas puestas de sol y tonterías parecidas. La vida es trabajo. La persona que amamos rara vez se merece todo el amor que le damos, porque nadie vale tanto en realidad, y quizá tampoco merezca tener que cargar con ello. Uno acaba por sufrir una decepción. Se desilusiona, deja de confiar y tiene que aguantar muchos días malos. Pierde más de lo que gana, y acaba por odiar a la persona que ama en la misma medida que la ama. Sin embargo, uno se arremanga y se pone a trabajar, en todos los aspectos, porque eso forma parte del proceso de hacerse mayor. Págs. 384, 385. 




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