SOLARIS (adaptación)
SOLARIS
STANISLAV LEM
Comunicación y
Publicaciones S.A., Barcelona, 2006
Durante algún tiempo prevaleció la opinión (difundida con
celo por la prensa cotidiana), de que el “océano pensante” de Solaris era un
cerebro gigantesco, prodigiosamente desarrollado, que le llevaba varios siglos
de ventaja a nuestra propia civilización; una especie de “yogui cósmico”, un
sabio, una manifestación de la omnisciencia, que mucho tiempo atrás había
comprendido la vanidad de toda actividad, y que por esta razón se encerraba
desde entonces en un silencio inquebrantable. La opinión era errónea, pues el
océano viviente actuaba; no, claro está, de acuerdo con las nociones de los
hombres; no edificaba ciudades ni puentes, no construía máquinas volantes; no
intentaba abolir las distancias ni se preocupaba por la conquista del espacio
(criterio decisivo, según algunos, de la superioridad incontestable del
hombre). El océano se entregaba a transformaciones innumerables, a una
“autometamorfosis ontológica”. (¡La jerga especializada no falta en la
descripción de las actividades solaristas!) Por otra parte, todo hombre de
ciencia que se dedique al estudio de la Solariana tiene la indeleble impresión
de percibir los fragmentos de una construcción inteligente, genial acaso,
mezclados sin orden con producciones absurdas, aparentemente engendradas por el
delirio. Así nació, en oposición a la concepción “océano-yogui”, la idea del
“océano-autista”.
Dicha hipótesis exhumaron uno de los más antiguos problemas
filosóficos: las relaciones entre la materia y el espíritu, entre el espíritu y
la conciencia. Du Haart no carecía de audacia cuando sostuvo, por primera vez,
que el océano estaba dotado de conciencia. El problema, que los metodólogos se
apresuraron a declarar metafísico, alimentó no pocas discusiones y polémicas.
¿Era posible que el pensamiento estuviese privado de conciencia? Por lo demás
¿se podía dar el nombre de pensamiento a los procesos observados en el océano?
¿Una montaña es acaso un guijarro enorme? ¿Un planeta es por ventura una montaña
gigantesca? Uno seguía teniendo la libertad de elegir su terminología, pero la
nueva escala de magnitudes introducía normas y fenómenos nuevos. Págs. 35, 36.
El sol se elevaba por encima del horizonte. Buena señal. Yo
me había acostado en un día rojo, al que sucedería un día azul, seguido por
otro día rojo. Yo no había dormido quince horas de un tirón… ¡de modo que era
un sueño!
Tranquilizado, miré a Harey con atención. El sol la
iluminaba a contraluz; los rayos purpúreos le doraban la piel aterciopelada de
la mejilla izquierda, y la sombra de las pestañas le caía oblicuamente en la
cara. ¡Qué hermosa era! Y yo, terriblemente preciso, aún en sueños, acechando
los movimientos del sol, esperando ver aparecer el hoyuelo en aquel sitio
insólito, un poco por debajo de la comisura de los labios. De todas maneras,
hubiera preferido despertarme. El trabajo me esperaba. Cerré con fuerza los
ojos.
Oí un crujido metálico y miré de nuevo. Harey se había
sentado a mi lado, en la cama; seguía observándome con ojos graves. Le sonreí;
ella sonrió y se inclinó. Nos besamos; un primer beso tímido, un beso de niños.
Después, otros besos. La besé largamente. ¿Eran estas las experiencias de un
sueño?, me pregunté. No estaba traicionando el recuerdo de Harey, soñaba con ella.
Jamás me había ocurrido nada parecido. ¿Comenzaba acaso a inquietarme? Me
repetía una y otra vez que todo aquello era un sueño, pero el corazón se me
oprimía.
Me preparé a saltar fuera de la cama; estaba casi seguro de
que no podría hacerlo; muy a menudo, en sueños, el cuerpo embotado se niega a
obedecer. Yo esperaba, no obstante, que ese intento me arrancara del sueño. No
me desperté; me senté, con las piernas colgando fuera de la cama. Todo era
inútil, tenía que soportar hasta el fin ese sueño… Mi buen humor se había
desvanecido. Estaba asustado. Págs. 71, 72.
Ahora, vamos a apagar la luz, y hasta mañana se acabaron los
problemas. Mañana por la mañana, si quieres, inventaremos otros nuevos, ¿de
acuerdo? Pág. 138
Estoy vivo otra vez, siento en mí una fuerza ilimitada, y
esta criatura -¿una mujer?- sigue a mi lado, y no nos movemos. Nuestros
corazones laten, confundidos, y de pronto en el vacío que nos rodea, donde nada
existe ni puede existir, se insinúa una presencia de indefinible, inconcebible
crueldad. La caricia que nos ha creado, que nos ha envuelto en un manto de oro,
es ahora el hormigueo de muchos dedos. Nuestros cuerpos, blancos y desnudos, se
disuelven, se transforman en un hervidero de larvas negras, y soy –somos los
dos- una masa confusa de gusanos viscosos, una masa infinita, y en ese infinito (no, yo soy el infinito) grito en silencio, imploro la muerte, imploro un
final. Pero simultáneamente me derramo en todas direcciones, y el dolor sube en
mí, un sufrimiento más vivo que los sufrimientos de la vigilia, un sufrimiento
concentrado, una espada que traspasa las lejanías negras y rojas, un
sufrimiento duro como la roca, y que crece, montaña de dolor visible a la luz
resplandeciente de otro mundo.
Un sueño entre los más simples; no puedo narrar los otros,
me faltan las palabras para expresar ese horror. En esos sueños, yo ignoraba la
existencia de Harey, y no encontraba ningún rastro de otros sucesos recientes o
antiguos.
Había también sueños sin “imágenes”. En una oscuridad
inmóvil, una sombra “coagulada”; siento que me auscultan, lentamente,
minuciosamente, pero sin ningún instrumento; ninguna mano me toca. Me siento
sin embargo penetrado de lado a lado, me desmenuzo, me disgrego, ya sólo queda
el vacío, y a la nada total sucede el terror; este solo recuerdo precipita aún
hoy los latidos de mi corazón.
Y los días se sucedían, opacos, siempre semejantes; yo era
indiferente a todo; sólo temía la noche, y no sabía cómo escapar a los sueños.
Harey no dormía; tendido junto a ella, yo huía del sueño; la estrechaba en mis
brazos, la besaba. La ternura no era más que un pretexto, un modo de postergar
el momento de dormirme… No le había hablado a Harey de esas horribles
pesadillas; sin embargo, Harey algo adivinó, pues yo creía ver en ella un sentimiento
involuntario de profunda humillación. Págs. 224, 225.
En apariencia yo estaba tranquilo; en secreto, y sin
admitirlo claramente, esperaba algo. ¿Qué? ¿El retorno de Harey? ¿Cómo hubiera
podido esperar ese retorno? Todos sabemos que somos seres materiales, sujetos a
las leyes de la fisiología y de la física, y toda la fuerza de nuestros
sentimientos no puede contra esas leyes; no podemos menos que detestarlas. La
fe inmemorial de los amantes y los poetas en el poder del amor, más fuerte que
la muerte, el secular finis vitae sed non
amoris es una mentira. Una mentira inútil y hasta tonta. ¿Resignarse
entonces a la idea de ser un reloj que mide el transcurso del tiempo, ya
descompuesto, ya reparado, y cuyo mecanismo tan pronto como el constructor lo pone
en marcha, engendra desesperación y amor? ¿Resignarse a la idea de que en todos
los hombres reviven antiguos tormentos, tanto más profundos cuanto más se
repiten, volviéndose cada vez más cómicos? Que la existencia humana se repita,
bien, ¿pero que se repita como una canción trillada, como el disco que un
borracho toca una y otra vez echando una moneda en una ranura? Ese coloso
fluido había causado la muerte de centenares de hombres. Toda la especie humana
había intentado en vano durante años tener al menos la sombra de una relación
con ese océano, que ahora me sostenía como si yo fuese una simple partícula de
polvo. No, no creía que la tragedia de dos seres humanos pudiera conmoverlo.
Sin embargo, todas aquellas actividades tenían cierto propósito… A decir
verdad, yo no estaba absolutamente seguro; pero irse era renunciar a una
posibilidad, acaso ínfima, tal vez sólo imaginaria… ¿Entonces tenía que seguir
viviendo aquí, entre los muebles, las cosas que los dos habíamos tocado, en el
aire que ella había respirado una vez? ¿En nombre de qué? ¿Esperando que ella
volviera? Yo no tenía ninguna esperanza, y sin embargo, vivía de esperanzas;
desde que ella había desaparecido, no me quedaba otra cosa. No sabía qué
descubrimientos, qué burlas, qué torturas me aguardaban aún. No sabía nada, y
me empecinaba en creer que el tiempo de los milagros crueles aún no había
terminado. Págs. 253, 254.
Comentarios