SIETE AÑOS EN EL TIBET (adaptación)





SIETE AÑOS EN EL TÍBET
HEINRICH HARRER                
Ediciones B, Barcelona, 1997



Para los budistas, esta montaña es el trono de los dioses, el monte santo de las leyendas, no existe un solo tibetano que no sueñe con poder contemplarla. Los verdaderos creyentes no dudan en recorrer dos mil o tres mil kilómetros para venir en peregrinación, y algunos de ellos llegan a medir con sus cuerpos la distancia que de ella los separa. Pág. 81

Al atardecer entramos en Tradün. El pueblo está dominado por la mole de su monasterio de lamas, que el sol poniente colorea con reflejos purpúreos. Detrás de la eminencia en que está edificado se apiñan las casas de la población, que, como todas las de esta región del Tíbet, están construidas con pellas de tierra y recubiertas sin cocer. Los habitantes se han reunido para vernos y nos contemplan en silencio. Inmediatamente nos conducen a una casa preparada para nosotros, y apenas hemos tenido tiempo de descargar nuestros animales cuando se presentan unos criados que nos invitan a seguirlos. Pág. 85

Kyirong significa en tibetano “pueblo de la beatitud”, y en verdad que nunca olvidaré los meses que allí he pasado. Si pudiera elegir y me preguntaran dónde me gustaría terminar mis días, respondería sin dudarlo un momento: en Kyirong. Me haría edificar un chalet de madera de cedro rojo y, para regar mi jardín, desviaría las aguas de uno de los innumerables riachuelos que descienden de las montañas. Toda clase de frutas y de flores se dan bien en Kyirong, que, a pesar de su altitud de 2770 metros, no deja de hallarse a 28 grados de latitud. Pág. 99

El 15 de enero de 1946 emprendemos la última etapa. Saliendo de la región de Tölung, penetramos en el amplio valle del Kyitchu; y, de pronto, desde una revuelta del camino, divisamos a lo lejos los dorados techos del Potala, el palacio de invierno del Dalai Lama, el monumento más característico de Lhasa. Mi alegría es tan grande, que siento deseos de ponerme de hinojos como un peregrino más. Pág. 167

Nuestros huéspedes son ciertamente de origen humilde, pero sus gestos y su manera de comportarse poseen una nobleza instintiva. Para hablar con nosotros se valen de un intérprete, pues su dialecto nos resulta incomprensible, y parece que, por su parte, hablan el tibetano corriente con cierta dificultad. El hermano del Dalai Lama, un muchacho de catorce años llamado Lobsang Samten, que vino a Lhasa de niño, se encarga de traducir la conversación. Curioso y despierto, no para de hacernos preguntas y nos pide gran cantidad de detalles de nuestra aventura. Más adelante supimos que el soberano le había dado el encargo de repetirle nuestras palabras. Cada vez que Lobsang o sus padres hacen alusión al Dalai, le llaman Kundun, es decir, “la presencia”. Su título oficial es Gyalpo Rimpoché, que puede traducirse por “el muy honorable soberano”. En cambio, los tibetanos no emplean nunca la denominación de Dalai Lama, la cual es de origen mongol y significa “el vasto océano”. Pág. 190

Cada mañana escucho las noticias, y me asombro de que se conceda tanta importancia a cosas que, en el fondo, no la tienen tan grande. En realidad, me tiene sin cuidado que un avión desarrolle una potencia superior a tal otro avión, o que un barco haya empleado tres minutos menos que su rival en cruzar el Atlántico. Todo depende del punto de vista en que uno se sitúe. Aquí, el galope de yak continúa siendo sinónimo de rapidez; desde hace siglos, la norma no ha variado. ¿Serían más felices los tibetanos si el automóvil destronase al yak? Aun cuando la apertura de una carretera hasta la frontera india contribuiría a elevar el nivel de vida de los habitantes, la irrupción de nuevas ideas y normas de existencia resultaría fatal para la paz y la felicidad de los tibetanos. ¿Por qué imponer a un pueblo costumbres que es incapaz de comprender y asimilar? Un proverbio lhasapa dice: “No se llega al quinto piso del Potala sin antes haber empezado por la planta baja”. Págs. 290, 291.

Cuando termina la discusión, el joven dios vuelve a subir a su trono, y su madre (la única mujer presente en aquel acto) le ofrece una taza de oro llena de té. El Dalai, disimuladamente, me lanza una ojeada, como si le interesase mi opinión y quisiera convencerse de su triunfo. Raras veces he visto semejante dominio y maestría en un muchacho de su edad, y casi llego a preguntarme si el Lama no será en verdad de origen divino. Pág. 346

Finalmente, algunas obras técnicas están dedicadas a la fabricación de las tankas, bordados de seda con motivos religiosos que adornan las paredes de los templos, monasterios y casas particulares. Su valor está en relación con su antigüedad y con la calidad de ejecución. Las tankas son sumamente solicitadas por los europeos, y algunos coleccionistas y aficionados compran a precio de oro las que se logran sacar fraudulentamente por Sikkim o por la India. En esos lienzos se reproducen episodios de la vida de los dioses del paraíso budista. Los que se dedican a fabricarlos se muestran muy orgullosos de su profesión, pues tienen que estudiar los libros sagrados y saberse toda la mitología tibetana. Si bien se admite toda clase de fantasías en los fondos ornamentales, el artista debe atenerse estrictamente a las convenciones y reglas para representar a los personajes. Durante su fabricación, la tanka se pone extendida sobre una tabla y, una vez pintada, se borda y se decora. Por ser cuadros religiosos, las tankas no pueden venderse, y si por cualquier motivo a una de ellas se la hace objeto de cesión, el producto de la venta sirve para comprar manteca destinada a alimentar las lámparas de un templo, o bien se reparte entre los pobres en forma de limosna. Yo sólo pude comprar una en Darjeeling, es decir, al otro lado de la frontera; pero, en cambio, al marchar de Lhasa, mis amigos me regalaron tres como recuerdo.
Las tankas más antiguas se hallan en el Potala y en los templos; aunque estén estropeadas y descoloridas, está prohibido destruirlas. Si un noble desea sustituir sus tankas viejas por otras nuevas, lleva las que no quiere al templo más cercano a su casa. El Dalai Lama me dijo que el Potala guardaba más de diez mil de esas tapicerías en sus fondos de reserva, y yo mismo pude comprobarlo personalmente. Págs. 372, 372.

El gobernador y yo salimos a caballo al encuentro del soberano, y cuando coronamos el puerto de Karo, a tres jornadas de Gyangtse por la ruta de Lhasa, descubrimos una interminable caravana que, envuelta en nubes de polvo, está subiendo por la otra vertiente. Al contemplar al joven Dalai cabalgando en medio de su cortejo, me viene a la memoria una profecía: un adivino ha predicho que el decimocuarto Dalai sería el último soberano del Tíbet. Mucho temo que acierte. Pág. 426.





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