EL ABUELO (adaptación)




EL ABUELO
BENITO PÉREZ GALDÓS
Comunicación y Publicaciones S.A., Barcelona, 2006



-          Allí pasé la noche, en la cabaña de Martín Paz… Luego me he venido pasito a paso por el filo del cantil, recordando mis tiempos. ¡Ah!, todos los caminos y veredas de este país me conocen; conócenme las breñas, las rocas, los árboles… Hasta los pájaros creo que son los mismos de mi niñez. Esta hermosa Naturaleza fue mi nodriza. ¡No podréis comprender, niñas inocentes que empezáis a vivir, cúan grato y cúan triste al mismo tiempo es para mí recorrer estos sitios, ni cuanto padezco y gozo haciendo revivir a mi paso cosas y personas! Todo lo que me rodea paréceme a mí que me ve y me reconoce…, y que desde el mar grande al insecto casi invisible, todo cuanto aquí vive, se queda en suspenso…, no sé cómo decirlo…, se para y mira… para ver pasar al desdichado conde de Albrit. (Las dos niñas suspiran). Pág. 38


Es el maestro de las niñas de Albrit un anciano de estatura menguada, muy tieso de busto y cuello y algo dobladito de cintura; las piernas muy cortas. La expresión bonachona de su rostro no lograron borrarla los años con todo su poder ni los pesares domésticos con toda su gravedad. Guiña los ojuelos, y al mirar de cerca sin anteojos, los entorna, tomando un cariz de agudeza socarrona puramente superficial, pues hombre más candoroso, puro y sin hiel no ha nacido de madre. Un rastrojo de bigote de varios colores, recortado como un cepillo, cubre su labio superior. Viste con pobreza limpia anticuadas ropas, recompuestas y vueltas del revés, atento siempre al decoro de la presencia en público.
Maestro de escuela jubilado, desempeñó con eficacia su ministerio durante treinta años, distinguiéndose, además, como profesor privado de materias de la primera y segunda enseñanzas. Su defecto era la flojedad del carácter y la tolerancia excesiva con la niñez escolar. Sabía el hombre todo lo que saber necesita un maestro y algo más, pero con la edad y las inauditas adversidades que le agobiaban fue los papeles y hasta la afición. Su cabeza llegó a pertenecer al reino de los pájaros; su memoria era una casa ruinosa y desalojada, en la cual ninguna idea podía encontrar aposento: todo lo que perdía en ciencia lo ganaba en debilidad y relajación del carácter. En esta situación le designó don Carmelo para maestro de las niñas de Albrit, teniendo en cuenta tres razones: que si no sabía mucho, no había en Jerusa quien le aventajaba; que era honrado, honesto, absolutamente incapaz de enseñar a sus discípulas cosa contraria a la moral, y, por último, que al aceptarle para aquel cargo realizaba la Condesa un acto caritativo. Su bondad, la excesiva blandura de corazón eran ya en Coronado un defecto, casi un vicio, por lo cual, lamentándose de sus acerbas desdichas, solía decir, elevando al cielo los ojos y las palmas de las manos: “¡Señor, qué malo es ser bueno!”. Págs. 105, 106.


-          Sí, sí, y los nobles presumidos. Aparte de eso, ¿no alcanzáis a ver la relación íntima del honor con la justicia, con el derecho público y privado? No, no la veis… Sin duda sois más ciegos que yo… Y decidme ahora, tontainas: ¿también os parecen cosa baladí la pureza de las razas, el lustre y grandeza de los nombres, bienes que no existen, que no pueden existir sin la virtud acrisolada de las personas que…? (Sus interlocutores callan, observándole.) No, no me entendéis. Tú, clérigo, y tú, doctorcillo, vivís envenenados por los miasmas de la despreocupación actual de ese asqueroso lo mismo da, de ese inmundo ¿y qué? Pág. 124


Dormitorio del Conde. Es de noche. Una lamparilla de aceite, puesta en una rinconera, alumbra la estancia; la luz es chiquita, tímida, llorona; un punto de claridad que vagamente dibuja y pinta de tristeza los muebles viejos, las luengas y lúgubres cortinas del lecho y del balcón.
Profundo silencio, que permite oír el mugido lejano del mar como los fabordones de un órgano. El viento, a ratos, gime, rascándose en los ángulos de la casa. Pág. 163


-          Hija mía, tu charla inocente, tu ingenuidad, tu alma, que sale con tu voz y aletea en tus resoluciones, hacen en mí el efecto de un tremendo huracán…, ¿no entiendes?...; sí, de un huracán que me envuelve, me arrebata, me arroja en medio de la mar… Pág. 186





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