LA VERDAD SOBRE EL CASO SAVOLTA (adaptación)
LA VERDAD SOBRE EL
CASO SAVOLTA
EDUARDO MENDOZA
Editorial Seix
Barral, Barcelona, 2000
Los transeúntes se hacían los sordos. Nosotros seguíamos
corriendo cogidos de la mano. Eran días de irresponsable plenitud, de felicidad
imperceptible. Pág. 24
-
Ya veo por dónde vas –replicó Pajarito de Soto-, aunque
creo que yerras. Si la libertad no existe fuera del marco de las realidades
(como la libertad de volar, que sobrepasa los límites físicos del hombre), no
es menos cierto que dentro de dichos límites la libertad es compleja y, según
el uso que se haga ella, se configurarán las condiciones subsiguientes.
Tomemos, por ejemplo, la protesta obrera en nuestros días. ¿Me vas a decir que
no es un hecho condicionado por las circunstancias? No. Nada más palmario: las condiciones
salariales, el desequilibrio de precios y salarios, las condiciones de trabajo,
en suma, no podían sino producir esta reacción. Ahora bien, ¿cuál será el
resultado? Lo ignoramos. ¿Conseguirá la clase trabajadora el otorgamiento de
sus exigencias? Nadie lo puede prever. ¿Por qué? Porque la derrota o el triunfo
dependen de la elección de los medios. Por tanto, y ahí mi conclusión, la
misión de todos y cada uno de nosotros no es luchar por la libertad o el
progreso, en abstracto, que son palabras huecas, sino contribuir a crear unas
condiciones futuras que permitan a la humanidad una vida mejor en un mundo de
horizontes amplios y claros. Pág. 66
Manifesté que así lo haría y le
tendí la mano, pero ella se aproximó a mi rostro y me dio en los labios un beso
de los que sólo en los sueños de los solitarios sin amor se dan y se reciben. Pág.
74
¿Habrá quien quiera escucharme
con otros oídos que no sean los de la fría razón? Ya sé, ya sé. Por dignidad
debí despreciar los halagos de quienes provocaron directa o indirectamente la
muerte de Pajarito de Soto. Pero yo no podía pagar el precio de la dignidad.
Cuando se vive en una ciudad desbordada y hostil; cuando no se tienen amigos ni
medios para obtenerlos; cuando se es pobre y se vive atemorizado e inseguro,
harto de hablar con la propia sombra; cuando se come y se cena en cinco minutos
y en silencio, haciendo bolitas con la miga del pan y se abandona el
restaurante apenas se ha ingerido el último bocado; cuando se desea que
transcurra de una vez el domingo y vuelvan las jornadas de trabajo y las caras
conocidas; cuando se sonríe a los cobradores y se le entretiene unos segundos
con un improvisado comentario trascendente y fútil; en estos casos, uno se
vende por un plato de lentejas adobado con media hora de conversación. Pág. 98
En este mundo moderno que nos ha
tocado vivir, donde los actos humanos se han vuelto multitudinarios, como el
trabajo, el arte, la vivienda e incluso
la guerra, y donde cada individuo es una pieza de un gigantesco mecanismo cuyo
sentido y funcionamiento desconocemos, ¿qué razón se puede buscar a las normas
de comportamiento? Pág. 100
El mestre Roca fue uno de los
pocos anarquistas a los que llegué a ver antes de la irrupción violenta del 19.
El anarquismo era una cosa, y los anarquistas, otra muy distinta. Vivíamos
inmersos en aquél, pero no teníamos contactos con éstos. Por aquel entonces, y
así siguió siendo durante algunos años, tenía yo una visión bien pintoresca de
los anarquistas: hombres barbados, cejijuntos y graves, ataviados con faja,
blusón y gorra, hechos a la espera callada tras una barricada de muebles
destartalados, tras los barrotes de una celda de Montjuïc, en los rincones
oscuros de las calles tortuosas, en los tugurios, en espera de que llegase su
momento para bien o para mal y el ala cartilaginosa de un murciélago gigantesco
y frío rozase la ciudad. Hombres que aguardaban agazapados, estallaban en furia
y eran ejecutados al amanecer. Pág. 103
A decir verdad, la situación del
país en aquel año de 1919 era lo peor por la que habíamos atravesado jamás. Las
fábricas cerraban, el paro aumentaba y los inmigrantes procedentes de los
campos abandonados fluían en negras oleadas a una ciudad que apenas podía dar
de comer a sus hijos. Los que venían pululaban por las calles, hambrientos y
fantasmagóricos, arrastrando sus pobres enseres en exiguos hatillos los menos,
con las manos en los bolsillos los más, pidiendo trabajo, asilo, comida, tabaco
y limosna. Los niños enflaquecidos corrían semidesnudos, asaltando a los
paseantes; las prostitutas de todas las edades eran un enjambre patético. Y, naturalmente,
los sindicatos y las sociedades de resistencia habían vuelto a desencadenar una
trágica marea de huelgas y atentados; los mítines se sucedían en cines,
teatros, plazas y calles; las masas asaltaban las tahonas. Los confusos rumores
que, procedentes de Europa, daban cuenta de los sucesos de Rusia encendían los
ánimos y azuzaban la imaginación de los desheredados. En las paredes aparecían
signos nuevos y el nombre de Lenin se repetía con frecuencia obsesiva.
Pero los políticos, si estaban
intranquilos, lo disimulaban. Inflando el globo de la demagogia intentaban
atraerse a los desgraciados a su campo con promesas tanto más sangrantes cuanto
más generosas. A falta de pan se derrochaban palabras y las pobres gentes, sin
otra cosa que hacer, se alimentaban de vanas esperanzas. Y bajo aquel tablado
de ambiciones, penoso y vocinglero, germinaba el odio y fermentaba la
violencia. Págs. 185-186.
-
¡Matilde!, ¿dónde te has metido?
-
¿Me llamaba la señora?
María Rosa Savolta examinó con
severa mirada la contradictoria figura de la criada. ¿Qué hacía aquel ser de
rudeza esteparia y garbo de dolmen, chato, cejijunto, dentón y bigotudo en un
salón donde todos y cada uno de los objetos rivalizaban entre sí en finura y
delicadeza? ¿Y quién le habría puesto aquella cofia almidonada, aquellos
guantes blancos, aquel delantal ribeteado de puntillas encañonadas?, se preguntaba
la señora. Y la pobre Matilde, como si siguiera el curso de los pensamientos de
su ama, bajaba los ojos y entrelazaba los dedos huesudos, esperando una
reprimenda, elaborando una precipitada disculpa. Pero la señora estaba de buen
humor y rompió a reír con una carcajada ligera como un trino.
-
¡Mi buena Matilde! –exclamó; y luego, recobrando la
seriedad-: ¿Sabes si han confirmado la hora de la peluquería? Págs. 189-190.
-
¡No! No me iré –prosiguió el enardecido beodo-. Antes
tengo que deciros un par de cosas. Este individuo –señaló a Nemesio- afirma que
vuestra conducta licenciosa es la causa de la pobreza que os corroe y hace
enfermar a vuestras mujeres y a vuestros hijos. Y yo os digo que eso no es
verdad. Todos vosotros padecéis la miseria, el hambre, el analfabetismo y el
dolor por culpa de Ellos –señaló, siempre con el dedo extendido hacia un
hipotético grupo situado más allá de los muros del
local-. De Ellos, que os oprimen, os explotan, os traicionan y, si es preciso,
os matan. Yo sé de casos que os pondrían los pelos de punta. Sé nombres de
personas ilustres que tienen las manos rojas de sangre de los trabajadores.
¡Ah! No las veréis, porque las cubren blancos guantes de cabritilla. ¡Guantes
traídos de París y pagados con vuestro dinero! Creéis que os pagan por el
trabajo que realizáis en sus fábricas, pero es mentira. Os pagan para que no os
muráis de hambre y podáis seguir trabajando, de sol a sol, hasta reventar. Pero
el dinero, la ganancia, ¡no!, eso no os lo dan. Eso se lo quedan Ellos. Y se
compran mansiones, automóviles, joyas, pieles y mujeres. ¿Con su dinero? ¡Qué
va! ¡Con el vuestro! Y vosotros, ¿qué hacéis? Mirad, miraos los unos a los
otros y decidme, ¿qué hacéis? Págs. 213-214.
Pere Parells, con una copa de
Jerez y un cigarrillo, fue a dar en un corro formado por dos jovenzuelos
imberbes, un anciano poeta y una señora de aspecto varonil que resultó ser la
agregada cultural de la embajada holandesa en España. El poeta y la señora
comparaban culturas.
-
He observado con amargura –decía la señora en fluido
castellano que apenas dejaba traslucir un leve acento extranjero- que las
clases altas españolas, a diferencia de lo que ocurre en el resto de Europa no
consideran la cultura como un blasón, sino casi como una lacra. Juzgan por el
contrario de buen tono hacer gala de ignorancia y desinterés por el arte y
confunden refinamiento con afeminamiento. En las reuniones sociales no se habla
jamás de literatura, pintura o música, los museos y las bibliotecas están
desiertos y el que siente afición por la poesía procura ocultarlo como algo
infamante.
-
Tiene usted mucha razón, señora van Pets.
-
Van Peltz –corrigió la señora.
-
Tiene usted mucha razón. Recientemente, en octubre
pasado, di un recital de mis poesías en Lérida y, ¿creerá usted que la sala del
Ateneo estaba medio vacía?
-
Es lo que digo, aquí se desprecia la cultura por mor de
una hombría mal entendida, lo mismo que ocurre, y no se ofenda usted, con la
higiene.
-
Dos de nuestras más gloriosas figuras, Cervantes y
Quevedo, conocieron días de dolor en la cárcel –apuntó uno de los jovenzuelos
imberbes.
-
La aristocracia española ha perdido la oportunidad de
alcanzar renombre universal. En cambio la iglesia ha sido, en este aspecto,
mucho más inteligente: Lope de Vega, Calderón, Tirso de Molina, Góngora y
Gracián se acogieron al beneficio del estado clerical –señaló la señora Van
Peltz.
-
Una lección histórica que debían tomar en consideración
los nuevos ricos –apuntó Pere Parells con una sonrisa torcida.
-
Bah –exclamó el poeta-, con ésos no hay que contar. Van
a roncar al Liceo porque hay que lucir las joyas y adquieren cuadros valiosos
para darse tono, pero no distinguen una ópera de Wagner de una revista del
Paralelo.
-
Bueno, no hay que exagerar –dijo Pere Parells
recordando para sus adentros algunos títulos de revista que le habían
complacido especialmente-. Cada cosa tiene su momento.
-
Y así –prosiguió la señora Van Peltz, que no estaba
dispuesta a tolerar digresiones frívolas-, los artistas se han vuelto contra la
aristocracia y han creado ese naturalismo que padecemos y que no es más que
afán de echarse en brazos del pueblo halagando sus instintos. Págs. 216-217.
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