TIEMPO DE SILENCIO (adaptación)
TIEMPO DE SILENCIO
LUIS MARTÍN-SANTOS
Austral Editorial,
Barcelona, 2013
De este modo podremos llegar a comprender que un hombre es
la imagen de una ciudad y una ciudad las vísceras puestas al revés de un
hombre, que un hombre encuentra en su ciudad no sólo su determinación como
persona y su razón de ser, sino también los impedimentos múltiples y los
obstáculos invencibles que le impiden llegar a ser, que un hombre y una ciudad
tienen relaciones que no se explican por las personas a las que el hombre ama,
ni por las personas a las que el hombre hace sufrir, ni por las personas a las
que el hombre explota ajetreadas a su alrededor introduciéndole pedazos de
alimento en la boca, extendiéndole pedazos de tela sobre el cuerpo,
depositándole artefactos de cuero en torno de sus pies, deslizándole caricias
profesionales por la piel, mezclando ante su vista refinadas bebidas tras la
barra luciente de un mostrador. Podremos comprender también que la ciudad
piensa con su cerebro de mil cabezas repartidas en mil cuerpos aunque unidas
por una misma voluntad de poder merced al cual los vendedores de petardos de
grifa, los hampones de las puertas traseras de los conventos, los
aprovechadores del puterío generoso, los empresarios de tiovivos sin motor
eléctrico, los novilleros que se contratan solemnemente para las capeas de los
pueblos de desierto circundante, los guardacoches, los recogepelotas de los
clubs y los infinitos limpiabotas quedan incluidos en una esfera radiante, no
lecorbusiera, sino radiante por sí misma, sin necesidad de esfuerzos de orden
arquitectónico, radiante por el fulgor del sol y por el resplandor del orden
tan graciosa y armónicamente mantenido que el número de delincuentes comunes
desciende continuamente en su porcentaje anual según las más fidedignas
estadísticas, que el hombre nunca está perdido porque para eso está la ciudad
(para que el hombre nunca esté perdido), que el hombre puede sufrir o morir
pero no perderse en esta ciudad, cada uno e cuyos rincones es un recogeperdidos
perfeccionado, donde el hombre no puede perderse aunque lo quiera porque mil,
diez mil, cien mil pares de ojos lo clasifican y disponen, lo reconocen y
abrazan, lo identifican y salvan, le permiten encontrarse cuando más perdido se
creía en su lugar natural: en la cárcel, en el orfanato, en la comisaría, en el
manicomio, en el quirófano de urgencia, que el hombre –aquí- ya no es de
pueblo, que ya no pareces de pueblo, hombre, que cualquiera diría que eres de
pueblo y que más valía que nunca hubieras venido del pueblo porque eres como de
pueblo, hombre. Págs. 18, 19.
Esa engañosa belleza de la juventud que parece tapar la
existencia de verdaderos problemas, esa gracia de la niñez, esa turgencia de
los diecinueve años, esa posibilidad de que los ojos brillen cuando aún se soportan
desde sólo tres o cuatro lustros la miseria y la escasez y el esfuerzo,
confunden muchas veces y hacen parecer que no está tan mal todo lo que
verdaderamente está muy mal. Hay una belleza hecha de gracia más que de
hermosura, hecha de agilidad y de movimiento rápido, en la que puede parecer
que es sólo vivacidad lo que ya empieza a ser rapacidad y en la que la fijeza
hipnótica de la mirada puede equivocadamente suponerse más debida al brío del
deseo que a la escasez de la satisfacción. Pág. 19
Venía un airecillo cortante desde el este. Para evitarlo,
dejó a un lado la cuesta de Atocha con toda su apertura desabrida y se metió
por las callejas más retorcidas y resguardadas de la izquierda. Estaban casi
vacías. Siguió andando por ellas, acercándose sin prisa, dando rodeos, a la
zona de los grandes hoteles. Por allí había vivido Cervantes -¿o fue Lope?- o
más bien los dos. Sí; por allí, por aquellas calles que habían conservado tan
limpiamente su aspecto provinciano, como un quiste dentro de la gran ciudad.
Cervantes, Cervantes. ¿Puede realmente haber existido en semejante pueblo, en
tal ciudad como ésta, en tales calles insignificantes y vulgares un hombre que
tuviera esa visión de lo humano, esa creencia en la libertad, esa melancolía
desengañada tan lejana de todo heroísmo como de toda exageración, de todo
fanatismo como de toda certeza? ¿Puede haber respirado este aire tan
excesivamente limpio y haber sido consciente como su obra indica de la
naturaleza de la sociedad en la que se veía obligado a cobrar impuestos, matar
turcos, perder manos, solicitar favores, poblar cárceles y escribir un libro
que únicamente había de hacer reír? ¿Por qué hubo de hacer reír el hombre que
más melancólicamente haya llevado una cabeza serena sobre unos hombros
vencidos? ¿Qué es lo que realmente él quería hacer? ¿Renovar la forma de la
novela, penetrar el alma mezquina de sus semejantes, burlarse del monstruoso
país, ganar dinero, mucho dinero, más dinero para dejar de estar tan amargado
como la recaudación de alcabalas puede amargar a un hombre? No es un hombre que
pueda comprender a partir de la existencia con la que fue hecho. Como el otro
–el pintor caballero- fue siempre en contra de su oficio y hubiera querido
quizá usar la pluma sólo para poner floripondiadas rúbricas al pie de letras de
cambio contra bancas ginovesas. ¿Qué es lo que ha querido decirnos el hombre
que más sabía del hombre de su tiempo? ¿Qué significa que quién sabía que la
locura no es sino la nada, el hueco, lo vacío, afirmara que solamente en la locura
reposa el ser-moral del hombre? Pág. 72, 73.
Llegada la noche se da una manta parda al detenido. Llegado
el día se le retira exigiéndole sea doblada por sus pliegues. Estos
acontecimientos y los más banales del rancho o de la orina dan forma de calendario
a un tiempo que, por lo demás, se muestra uniformemente constituido de angustia
y virtudes teologales. Pág. 208
Los moros habían introducido este vicio, toxicomanía de
países subdesarrollados, y habían vencido en su pequeña guerra del opio, lo
vendían a mujerucas con delantal en las proximidades de sus cuarteles, las
cuales lo transportaban hasta regiones más próximas y lo repartían entre dos
clases de clientela posible: el golfo arrabalero y el señorito degenerado. La
grifa, a diferencia de otros tóxicos más esquizoides, pide compañía. Págs. 227,
228.
No, no, no, no es así, en la vida no ocurre así. El que la
hace no la paga. El que a hierro muere no a hierro mata. El que da primero no
da dos veces. Ojo por ojo. Ojo de vidrio para rojo cuévano hueco. Diente por
diente. Prótesis de oro y celuloide para el mellado abyecto. La furia de los
dioses vengadores. Los envenenados dardos de su ira. No siete sino setenta
veces siete. Pág. 277
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