LOS GIRASOLES CIEGOS (adaptación)
LOS GIRASOLES CIEGOS
ALBERTO MÉNDEZ
Anagrama, Barcelona,
2004
Elena ha muerto durante el parto. No he sido capaz de
mantenerla a este lado de la vida. Sorprendentemente el niño está vivo.
Ahí está, desmadejado y convulsivo sobre un lienzo limpio al
lado de su madre muerta. Y yo no sé qué hacer. No me atrevo a tocarlo.
Seguramente le dejaré morir junto a su madre, que sabrá cuidar de un alma niña
y le enseñará a reír, si es que hay un sitio para que las almas rían. Ya no
huiremos a Francia. Sin Elena no quiero llegar hasta el fin del camino. Sin
Elena no hay camino.
¿Cómo se corrige el error de estar vivo? Pág. 24
El niño ha llorado todo el día, con una fuerza sorprendente.
Ha conseguido que piense en él, aunque he claveteado mi mirada en le rostro de
Elena muerta y he pasado toda la mañana sin prestarle atención. Ahora caigo en
que no he derramado ni una sola lágrima, probablemente porque el llanto del
niño es suficiente. Y necesario. Yo no hubiera conseguido llorar con tanto
desconsuelo, no hubiera logrado gritar con tanta rabia. Elena ha sido llorada
sin mi esfuerzo. ¿Cómo puede llorar un hombre y desvanecerse al mismo tiempo?
Pág. 25
He observado atentamente el rostro blanco de Elena. Su
palidez ya no es tan macilenta como en
el momento de la muerte. Sencillamente ha perdido todos los colores. Quizá la
muerte sea transparente. Y heladora. Durante las primeras horas he sentido la
necesidad de mantener su mano entre las mías, pero poco a poco me he encontrado
unos dedos sin caricias y he sentido miedo de que fuera éste el recuerdo que
quedara grabado en mi piel insatisfecha. Llevo varias horas sin tocarla y ya no
soy capaz de reposar junto a su cuerpo. El niño sí. Ahora yace exhausto
acurrucado junto a su madre. Por un momento he pensado que pretendía devolver
el calor al cuerpo inerte que le sirvió de refugio mientras duró el zumbido de la
guerra…
Debimos hacer caso a sus padres, a los que pido perdón por
permitir que Elena me acompañase en mi huida.
Que te quedes, no te harán daño. Que te sigo. Que me matan.
Que me muero. Pág. 26
¿Hubiera preferido Elena que separara al niño de la placenta
que le rodea, atara su cordón umbilical con una de mis botas e intentara que
humilláramos a los vencedores con la vida germinal de la revancha? Pienso que
ella no hubiera querido un hijo derrotado. Pág. 26
Con unos sacos para el heno he hecho una cuna abrigada y la
he cubierto con la colcha de ganchillo heredada de su abuela y que Elena
insistió en llevar consigo como si en ella estuviera su pasado.
Verles a los dos en la misma cama, boca arriba, Elena tan
acabada y él tan sin hacer, ha sido como trazar una raya entre lo verdadero y
lo falso. Pág. 27
Ayer enterré a Elena bajo un haya. Es más frágil que el
roble y más desvencijada. El ruido de la tierra cayendo sobre su cuerpo rígido
y el olor de su cuerpo en descomposición provocaron en mí un llanto tan
sofocante que por un momento tuve la sensación de que también yo iba a morir.
Pero morir no es contagioso. La derrota sí. Y me siento transmisor de esa
epidemia. Allá adonde yo vaya olerá a derrota. Y de derrota ha muerto Elena y
de derrota morirá mi hijo…
He puesto una gran piedra blanca sobre su tumba. No he
escrito su nombre porque, si aún hay ángeles, sé que reconocerán el alma
bondadosa de Elena entre un mar de almas bondadosas. Pág. 28
CURSO DE NOVELA SOCIAL Y POLÍTICA (UAM)
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