Novela social y política: LA VENUS MECÁNICA
LA VENUS MECÁNICA[1]
Pero el chófer fue más insolente:
-
Se ríe de usted –le dijo, a tiempo que arrancaba.
-
¡Imbécil![2]
Con este diálogo, referido a lo
que acaba de hacer una mujer, es decir, dejar plantado a un caballero, empieza
esta novela. Veremos pues, una especie de salto evolutivo en nuestras
protagonistas.
La primera mujer, que ya es
diferente, es la madre del protagonista:
Debe haber un
túnel secreto en nuestra conciencia por donde se comuniquen la memoria y el
corazón. Por eso su madre, cuando le enseñaba inglés, le decía: “Saber de
memoria” se dice “To know by heart”. O sea “saber de corazón”[3]
Con respecto al resto, vemos cómo
queda reflejada la mujer urbana de clase alta:
Era Augusto
Sureda, el psiquiatra de moda, al que llamaban en el Ateneo el “médico de las
locas”. Por su consulta desfilaban, efectivamente, aristócratas y burguesas de
nervios descompuestos, muchachas de sexualidad pervertida, matronas
menopáusicas; en una palabra: “las histéricas de primera clase”[4]
Una cena en la pensión, nos
facilita la perfecta síntesis:
Entró en el
comedor para cenar, y desde su mesa, mientras le servían la sopa, inició el
ejercicio eterno de mirar a las mujeres, delicioso ejercicio que se practica en
todos los comedores de la tierra. Una alemanita de pelo color cerveza, cuyos
ojos huían como pájaros asustados de la imponente recriminación de su marido.
Dos inglesitas infatigables en el manejo del “Baedecker” y el diccionario
inglés-español. Una eminente actriz española, que ocupaba dos mesas, con su
amante, el empresario, otro amante, el primer actor y tres hijos de su marido
legítimo, estoico representante de la compañía. Una abundante matrona de provincias.
Una cocotilla insignificante… pero la mirada de Víctor se detuvo en la pareja
desconocida: dos damas que comían lejos, cerca del balcón. A una la veía
difícilmente, porque estaba casi de espaldas. A la otra, en cambio, pudo
observarla Víctor a su antojo. Desde luego, extranjera. El rostro aniñado, un
poco andrógino, el sombrero de muchacho y la blusa cerrada, sugerían una de
esas bellezas preparadas por la química cosmopolita. Más que mujeres, esquemas
de mujeres, como las pinturas de Picasso. Pura geometría, donde ha quedado la
línea sucinta e imprescindible. Víctor pensó en lo lejos que se encontraba
aquella mujer de la mujer académica, mórbida y maternal, capaz de promover el
entusiasmo erótico del bosquimano. Esta sería el tope de la especie, la última etapa del sexo. En realidad, aquella figura no era ya un producto
natural, sino artificial. Pero un producto encantador. Aquel ser no podría
cuajar por sí solo en el misterioso laboratorio del útero. Era una sutil
colaboración de la máquina y la industria, de la técnica y el arte. Alimentos
concentrados, brisas artificiales del automóvil y el ventilador eléctrico,
iodos de tocador, sombras de “cinema” y claridades de gas.
Esa mujer, más
que la hija de su madre –seguía meditando Víctor- es hija de los ingenieros, de
los modistos, de los perfumistas, de los operadores, de los mecánicos. Cuando
la civilización penetre totalmente en la vida, sin que ninguna de sus capas
quede virgen, entonces aparecerá la mujer “estándar”, la mujer “Ford” o la mujer
“Citroën”[5]
Ahora nos centraremos en uno de
los personajes más interesantes, Elvira.
Elvira Vega
había nacido en Sevilla. A los dieciocho años contrajo matrimonio en Madrid, ya
a los veinte, en París, abandonó a su marido para hacerse amante del embajador
de la Argentina[6]
El embajador
era muy bueno conmigo, muy respetuoso. Claro que yo no había sido una cocota,
sino una muchacha de muy buena educación, una incomprendida, como tantas otras
que andan por ahí. Me gustaban las perlas, las pieles, las carreras de
caballos. Mi marido no se había dado cuenta. En cambio, el embajador… ¡Qué
hombre más espléndido![7]
Meses más
tarde estalló la guerra, y nos fuimos a Buenos Aires. El embajador enfermó de
diabetes, y se murió una noche leyendo el “Gotha”. Sin duda, lo leía para
dormirse, y como es un libro tan pesado, se durmió definitivamente. ¡El pobre!
Lloré por él, entre otras razones, porque no me olvidó en su testamento. Pero
no me vestí de luto, porque me sienta mal. Poco después regresé a España, de
donde había salido ocho años antes. En San Sebastián me encontré a la condesa,
arruinada por la guerra, expulsada de su patria por la emperatriz. Es muy
inteligente y muy desgraciada. Y bonita todavía ¿verdad?[8]
La mujer que acompaña a Elvira es
Edith, otra de las protagonistas de la novela. Una vez más, sabemos de ella por
lo que los otros personajes cuentan o piensan.
-
Es que Edith también tiene un tipo inexplicable. El
cambio de vida para ella ha sido terrible. Y, además, no se queja, no habla.
¡Si usted la hubiera conocido! La mujer más orgullosa de Viena, la más
distinguida. Y ahora, en la miseria. Con el dinero que le envían apenas podría
pagar el hotel.
-
Que se dedique a algo.
-
Pero, hombre, ¿a qué se va a dedicar una condesa?
-
Es verdad. Un aristócrata no sirve para nada.
-
Para mí no sería problema, le advierto. Una mujer
elegante, que no tiene más de treinta años y con una novela detrás, encuentra
siempre un amante que le convenga. Yo se lo digo muchas veces. Pero es tan
orgullosa y tan fría…
-
Terminará por convencerse.
-
No sé, no sé. Quiere tomar un piso modesto y vivir
alejada de todo[9]
Observamos cómo al hecho de ser
amantes o tener amantes, va ligada cierta honestidad. Las mujeres hablan de
ello sin tapujos. Algo que no ocurría en las anteriores novelas. Ahora el autor
describe a una de las actrices del local:
Elvira se hizo
amiga de la eminente actriz, que trabajaba entonces en el teatro Fontalba. Era
una mujer ancha, de mirada vacuna, que alternaba la alta comedia con el
“astrakán” para demostrar su “flexibilidad artística”, frase favorita de los
críticos al juzgarla. Ascendía de tabernera a duquesa, sin más transición que
la de una función a otra[10]
Y a continuación, nos presenta a
uno de los personajes más fascinantes:
-
A la que está fumando me parece que la conozco. Sí, sí.
Es la “Mussolini”, una italiana que bailaba en Romea. Voy a saludarla.
La “Mussolini”
tenía un aire glacial y una sonrisa cínica. No era una mujer joven. Porque
aunque se pintaba con mucha habilidad, dos arrugas casi invisibles se le
insinuaban a cada lado de los labios, como si pusieran la boca entre
paréntesis, terrible signo que señala en la ortografía erótica la inminencia de
la vejez. La “Mussolini”, a pesar de su ostensible frialdad, recibió a Víctor
con agrado y le presentó a su compañera:
-
Mi amiguita Obdulia.
Obdulia sí era
una muchacha interesante. Tendría unos veinte años, y sus ojos eran negros y
hondos. El pelo, húmedo y oscuro, emanaba de vez en cuando un reflejo azul.
-
¿Es usted andaluza, Obdulia?
-
Nací en Córdoba; pero he vivido siempre en Londres y en
Barcelona.
-
¿En Londres?
-
Sí, estuve en un internado hasta los diecisiete años.
Después me trajeron a España.
Víctor la miró
con extrañeza. Le costaba trabajo creer aquella historia de tanguista. A lo más
que llegaban otras muchachas era a llamarse hijas de un general y asegurar que
se habían educado en las Ursulinas[11]
Obdulia es nuestra protagonista.
Sabremos de ella por lo que piensa Víctor, pero ella misma también nos dejará
una buena cantidad de reflexiones sobre el amor, la sociedad, la vida…
Pidieron dos
ponches, Víctor, el analítico de siempre, comenzó a reprocharse a sí mismo la
súbita simpatía que sentía por Obdulia. “Soy incorregible. Me dejo vencer por
la imaginación. Es una mujer vulgar. Un poco bonita, pero vulgar. Y ya me
parece que se trata de una mujer de excepción. Me dirá todas las mentiras que
se le ocurran, y después se acostará con cualquiera. Estoy hecho un idiota”[12]
La novela tiene insertada,
ciertos pasajes, como una especie de monólogo interior, con cierta carga
poética y que obligan al lector a hacer una pausa, conociendo más íntimamente,
a personajes y a escritor. El capítulo VIII, “Historia de una tanguista”[13] es
un ejemplo de este recurso.
Una vez conocida la historia,
nuestro protagonista se muestra enamorado de Obdulia. Recogemos el final por lo
sintomático que nos resulta:
Víctor la
apretó contra sí:
-
¡Pequeña mía! ¡Amor mío! Todos los dolores del mundo
van detrás de ti como una jauría, mordiéndote el vestido. Quisiera ser fuerte,
enorme, para salvarte. En ti lloran los corazones huérfanos, las muchachas
hambrientas, los desgraciados de toda la tierra. Si por encima de ese sol y más
allá de los horizontes hubiera una conciencia; si la vida no fuese una cosa
ciega, tú podrías lanzar como nadie tu grito de justicia.
Pero Víctor
sabía que un grito así es como arrojar una piedra contra el azul del cielo[14]
La impresión que le ha causado la
muchacha, es incluso comentada con su amigo. Y curiosa nos resulta, la opinión
de éste:
En el Alcázar,
el médico conoció a Obdulia.
Al día
siguiente le comunicó su impresión.
-
Obdulia es preciosa. Pero tenga usted cuidado. Ese tipo
de mujer medio idealista, medio sensual, no se sabe nunca adónde va a parar. Si
puede, déjela[15]
Como hemos dicho, a veces se
insertan esos capítulos especiales, dedicados a uno de los personajes, acaso
porque representan un perfil de la época. El capítulo X[16], es
una especie de obituario de la bailarina María Mussolini. Es bellísimo. Aunque
destacamos sólo unas líneas:
Por eso eras
cínica, cruel y despectiva.
Y sin embargo,
tú, que no habías leído a Maquiavelo, exhibías también el mito de Roma, la
marca de tu italianidad: eras soberbia, fantástica, desgarrada y maligna.
Con el capítulo XIII en cambio,
bajo el titular “Capítulo para muchachas solas” sentimos que no podemos
extractarlo, así que lo ofrecemos en su plenitud:
Algún día ha
de llegar en que no existan esas muchachas perdidas, indecisas, que merodean
alrededor del bar económico donde han comido alguna vez. No se atreven a entrar
porque en el fondo de su bolso no hay más que la polvera exprimida, la barra de
carmín, sangrienta y chiquita como un dedo recién mutilado, y la factura sin
pagar de la última fonda. Muchachas de zapatos gastados y sombreros deslucidos,
que buscan un empleo y terminan por encontrar un amante. Un pintor actual
podría retratar en ellas la desolación de una urbe: al fondo, la valla de un
solar: a la izquierda, un desmonte, y más lejos, la espalda iluminada de un
rascacielos. No se sabe quién ha de redimirlas, porque no han formado todavía
sociedad de resistencia contra el dolor ni tienen otros líderes que algunos
bohemios socializantes que acaban por leerles el manuscrito de un drama en
cualquier café de barrio. Pero algún día la vida tendrá un sentido más puro y
un gesto más humano. Puede que entonces ciertos novelistas echen de menos este
precioso material de emoción suburbana y los ancianos bolsistas y los viejos
industriales gotosos se quejen amargamente de la falta de muchachas huérfanas
capaces de dejarse proteger por tan honestos varones.
Entretanto,
escribamos para los corazones convulsos, para las manos acongojadas que quieren
“trabajar en cualquier cosa”, para las pajaritas ateridas de las nieves
urbanas, para los cuellos sin collares que corta el cuchillo de la escarcha[17]
Y, sin embargo, Obdulia poseía la
fuerza en su corazón: como otras veces, le llegaba, no sabía de dónde, un
imprevisto aliento. Era uno de esos seres que tienen espíritu de doble fondo;
cuando todos sus ánimos parecen agotados, descubren nuevas existencias de
entereza y de orgullo[18]
Y a continuación, el que da
origen al título de la novela, capítulo XVII, “Imprecación del maniquí”[19]
Yo, Venus
mecánica, maniquí humano, transformista de hotel, tengo también mi traje
favorito, mi elegancia de muchacha que sabe vestir para la calle, para el
teatro y para el “te dansant”. Conozco el color que arrastra a los hombres y el
que impresiona a las mujeres. Finjo que voy a las carreras, que he de cenar
fuera de casa o que salgo de compras por la mañana, después de las doce, bajo
el arco de cristal de los barrenderos. Soy una actriz de actitudes, una pobre
actriz de trapo, que no puede siquiera llevarse las manos al corazón para hacer
más patético el verso que dicta el apuntador.
Odio esa asamblea
de pequeñas burguesas y ese escenario que tiene un biombo y unos cofres
abiertos. Pequeñas burguesas que carecen de imaginación, miden el pecado por
los centímetros de tela y no conocen la gracia del escorzo ni el valor del
movimiento. Cuando compran un traje, yo le lloro como una cosa mía que ha de
quedarse para siempre sobre un cuerpo casto, bajo la imponente vigilancia de
los padres jesuitas. Me horroriza sobremanera la virginidad de esos vestidos
que no han de sentir nunca la violenta sacudida ni la impaciente desgarradura.
Yo, Venus
mecánica, maniquí humano, sé bien en qué consiste la gracia de vestirse. Tengo
un alma emboscada en mi figura, un alma que late en cada uno de mis pasos,
mientras cruzo lentamente el cuarto del hotel. Vosotras, burguesas, no tenéis
esa juventud insolente, este impudor mundano, estas piernas voraces, este pecho
alto y pequeño como un fruto. ¡Ah, cómo os odio, rebaño de pavas, cerditas
grasientas de las provincias, buches rollizos de donde cuelga la medalla
católica de la domesticidad.
Sabemos que nuestra maniquí se
enamora, que se sentirá traicionada, y que aún tomando la decisión del amante
como salida a sus problemas económicos y laborales, sola, en su habitación, le
asaltarán las dudas:
Desde el
balcón vio descender al minero, rollizo, optimista. La muchacha se llevó
instintivamente las manos al pecho para preservarlo, para defenderlo. Pensó
vagamente: “De todas maneras, estoy demasiado tranquila para una cosa así. No
voy a ser capaz de hacer bien la escena de una mujer que se entrega. Me noto
muy distinta”. En el espejo se vio con una belleza dominadora y resuelta. “Y
bien: voy a venderme. ¿Qué más da? Todos los ricos del mundo no bastarían para
comprar mi desprecio. Eso sí que es mío. En cambio, Víctor lo destruía con un
gesto”[20]
Y a continuación, en el capítulo
XX, un revolucionario texto dedicado a ¿la igualdad? “Nueva representación de
la igualdad”[21]
¡Ah, tú no
sabes a quién albergas, minero opulento, traficante de tierras valiosas,
fletador temerario de barcos y mujeres! Cuando ella camina, parece que murmuran
de gozo todos los muebles, todos los objetos; parece que vidrios y esmaltes
están más bruñidos y despiden una luz más viva. Cuando ella se tiende en el
diván y suelta las chinelas rojas, como dos pétalos caídos, todas las cosas la
contemplan tocadas de su propia voluptuosidad. El espejo lucha con la luz para
quedarse con un poco de su figura, y si el reloj no se detiene es porque quiere
cronometrar aquellos instantes. Pero tú no sabes, hombre del cheque y de la
factura, lo que ella representa ahí, en ese foco activo de tu vida, pegada a
tus días como la planta al muro.
Concisa y
aérea como un poco de viento inmóvil, es, sin embargo, tu amante la que
restablece el equilibrio humano. Para los hombres de antes, la Igualdad era una
matrona con el pecho cruzado por una banda roja. Actualmente, la Igualdad es
esa mujer llena de pereza en el cuarto de un millonario, rodeada de esencias y
de joyas. Porque ella simboliza el lujo, ácido corruptor de la riqueza, venganza
de todos los desheredados de la tierra. Por ahí habréis de morir, becerros de
oro, agiotistas de esfuerzo jornalero.
Queréis
comprar lo imponderable –la mirada, el arrebato, la sonrisa, el temblor- como
compráis el brazo robusto y el pecho tenso que arrancan el mineral o rigen la
máquina. Pero vuestras queridas se burlan de vosotros. Tiráis al mar vuestros
tesoros. Ellas son, como el mar, hondas e inseguras, y cantan, como el mar, la
melodía de la muerte.
Nuestra Obdulia se solidariza con
los mineros: “Un mundo distinto, el del esfuerzo muscular, el de la esclavitud
asalariada, se le revelaba de pronto como un ángulo siniestro de la vida[22]
“Yo también he bajado unos
minutos al infierno, un infierno helado y negro situado, como el otro, en el
centro de la tierra. ¿Qué género de culpa purgaban aquellos hombres, cuya
existencia transcurría en la sepultura de la mina”[23]
¿Y cómo reaccionan ellos ante una
mujer así?
A principios
de octubre volvía Obdulia a Madrid. Fue a vivir a un piso de la calle Serrano, que
el minero hizo amueblar confortablemente. Ya entonces el hombre de las cifras
llevaba en el entrecejo una arruga especial, una arruga que no imprimen las
preocupaciones mercantiles ni los desvelos de orden económico; la arruga honda,
como grabada a fuego, de unos ojos de mujer. Aquella mirada dura y diamantina
de Obdulia marcaría ya siempre el rostro burgués, curtido para el odio,
impasible para el deseo, y, sin embargo, como de cera para el desprecio de la
amante. No se sabe qué oscuros territorios logran descubrir las mujeres en esas
almas herméticas y frías[24]
Mientras tanto Víctor, mantenía
una extraña amistad con la condesa, un perfil que resulta irresistible:
Al día
siguiente, y ya todos los días, fue Víctor a casa de la condesa, un piso
pequeño en la calle Torrijos, donde Edith vivía con una doncella. Hablaban
mucho, discutían casi siempre, y cuanto más se alejaban sus opiniones, más
cerca estaban uno del otro, atraídos por el imán de las tardes largas y por el
voluptuoso recodo de los silencios. Las mujeres más atractivas son esas mujeres
orgullosas, difíciles, que parecen rodeadas de una alambrada de aspereza[25]
El destino de nuestra
protagonista, el de una “mujer moderna”; un embarazo, un aborto, una ruptura,
un reencuentro, otro embarazo y un fatal desenlace. Recogemos las líneas más
significativas:
El pueblo cría
hijos para la miseria y el dolor. Señora, no tenga usted remordimiento. Usted
es una mujer moderna…
Pero no me ha
convencido. A solas, pienso si toda mi vida no será una cadena de errores, y me
irrito conmigo misma, con mi naturaleza, que no se conforma, con mi
pensamiento, que no acaba de hacerse sumiso y humilde. A pesar de lo que el
doctor dice, siento la inutilidad de mi esfuerzo y no puedo desechar la idea de
que todo es feroz e irremediable[26]
Venganza.
Venganza. ¡Qué bien sonaba la palabra allí, bajo las bóvedas sombrías, bajo el
techo ingrato y polvoriento!
La boca de
Obdulia parecía morderla como un fruto, el único que rueda, verde y apetecible,
por el piso de todas las cárceles[27]
[1] La Venus Mecánica, José Díaz Fernández, Moreno Ávila Editores,
Madrid, 1989
[2] Pág. 18
[3] Pág. 18
[4] Pág. 19
[5] Págs. 23, 24.
[6] Pág. 27
[7] Pág. 28
[8] Pág. 29
[9] Pág. 31
[10] Pág. 33
[11] Pág. 42
[12] Pág. 44
[13] Págs. 47-50
[14] Pág. 50
[15] Pág. 52
[16] Págs. 58-59
[17] Pág. 65
[18] Pág. 69
[19] Págs. 78, 79.
[20] Pág. 89
[21] Págs. 91, 92.
[22] Pág. 94
[23] Pág. 95
[24] Pág. 124
[25] Pág. 131
[26] Pág. 143
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