Novela social y política: TEA ROOMS
TEA ROOMS[1]
Gracias al prólogo de Antonio
Plaza, conocemos un poco a Luisa Carnés, una autora rescatada del olvido en los
últimos años. Expondremos aquí algunas pinceladas, para remarcar la importancia
de su obra.
1931. Tiempo de
esperanza política y, al mismo tiempo, de sinsabores y decepciones que
devolvieron a la escritora a la cruda realidad. Ese verano se trasladó a
Algeciras. Allí residía la familia de su compañero –Ramón Puyol, pintor y
cartelista afamado, y principal portadista de los libros editados por la CIAP-,
y en la localidad gaditana permanecieron durante casi un año, junto al hijo de
ambos [Pág. XI]
En el caso de Tea Rooms, subtitulada Mujeres obreras (novela-reportaje), la
escritora pretende expresar, de una forma clara y sencilla, la situación
laboral vivida por las mujeres que trabajan. En primer lugar, dentro del hogar,
donde deben ocuparse solas de los quehaceres domésticos y del cuidado de los
hijos. Después, obligadas por las circunstancias económicas y/o personales, se
veían empujadas a buscar empleo, las más de las veces, precario. Calificada en
algún caso –quizá, de una forma muy entusiasta- como “la gran novela de la
mujer trabajadora de los años treinta”, la obra que presentamos se inicia con
episodios tan próximos a nosotros en la realidad socioeconómica actual como la
búsqueda de empleo a través de una entrevista de trabajo, a la que acuden
mujeres de distintas edades que aspiran al puesto.
A lo largo de
la novela se ponen de manifiesto varios hechos que también nos resultan
cercanos: la dureza de las tareas que deben soportar las protagonistas, las
largas jornadas, los bajos salarios y el abuso que soportan las trabajadoras
para conservar el trabajo. En resumen, la explotación laboral de que son objeto
muchas mujeres ante la precariedad en que viven y la necesidad material que
sufren, que las obligan a aceptar estos empleos y otros similares, a causa de
su escasa formación y baja cualificación, y las contadas posibilidades que
tienen de abandonar esta situación. Ante las exiguas ofertas laborales y las
dificultades que angustiaban a muchas de las trabajadoras, la autora plantea
algunos signos de esperanza para estas mujeres: sumar sus fuerzas para resistir
a la explotación, a través de la sindicación, y mejorar su formación y cultura
para aspirar a empleos más cualificados. Todos estos factores contribuirían a
que la mujer pudiera disfrutar de espacios más equitativos en una nueva
sociedad. La conciencia social que manifiesta una de las protagonistas empleadas
del establecimiento se contrapone a la ignorancia y la pasividad que sostiene
la mayoría [Pág. XII]
Sabremos de nuestra protagonista,
Matilde, unas veces por el narrador (magníficamente narrado), otras por sus
compañeras, otras por ella misma.
Con una mirada
oblicua, Matilde trata de abarcar cuanto la rodea. Está en una habitación
amplia, pintada de claro, recubierta de armarios antiguos repletos de libros de
contabilidad y de modernos ficheros americanos…[2]
Llegan
murmullos sordos de las aspirantes que aguardan en la habitación contigua…[3]
Matilde baja despacio. Abre la cartera hecha por ella misma con el resto de franela azul de un vestido y saca el recorte del anuncio: “Urge mecanógrafa modestas pretensiones”. Lo tira. ¡Para lo que vale!... Como otros muchos. ¿Cuántos anuncios han llevado el mismo camino durante el pasado invierno? ¿Cuántas escaleras, cuántos despachos ha conocido Matilde durante los últimos diez meses?...
Matilde ha conocido muchas
aspirantes de este aspecto y muchas del contrario. Jóvenes, limpias, de cuerpos
esbeltos y perfumados, de manos cuidadas y uñas brillantes. Unas son tímidas,
titubean al hablar y al sentarse en el vestíbulo esconden los pies debajo del
banco o de la silla. Otras irrumpen en el aposento triunfalmente, cruzan una
pierna sobre la otra, hablan de sueldos fabulosos, citan casas de importancia,
e incluso fuman algún cigarrillo, a veces. Antesalas frías. Mujeres de los más
varios tipos y edades. Zapatos deteriorados debajo de los bancos o sillas;
zapatos impecables, pierna sobre pierna. “Pase la primera”. A esta voz, los
zapatos torcidos avanzan rápidos, suicidas, mientras que los zapatos impecables
subrayan un paso estudiado, elegante[4]
Ante la desesperación y el
desconocimiento de la madre, nuestra protagonista reacciona:
-
Sí dices eso, madre. Contra tu propia voluntad, contra
tu añejo concepto de las cosas, dices, sientes eso. La miseria amodorra tu
pudor en esta ocasión, o es que tu experiencia de la vida es bien limitada. En
la superficie –pelos blancos y arrugas- eres mayor que yo; pero no en el
fondo. Las muchachas de hoy conocemos
muy bien al tal M. F. M. F. nos cede el asiento en el Metro y nos tiende el
sueldo desde la altura de su caja cada mes y nos mira oblicuamente al escote
cada vez que nos dicta una carta[5]
Resulta curioso (y femenino) cómo
las estaciones del año son sentidas por la protagonista:
La lluvia ha
cesado, y las plantas han comenzado a florecer. Flores en los árboles, en las
trepadoras madreselvas y en los vestidos de las mujeres. De las mujeres ricas,
para las que la primavera es una ilusión más. Para la muchacha pobre el cambio
de estación supone la adición de un problema a la suma de dramáticos problemas
que integran su vida. Cada primavera requiere una renovación proporcional del indumento.
La mujer rica desea el estío, que le permite cultivar su fina desnudez. La
pobre la teme. La pobre ve con temor la proximidad de los días radiantes de ese
sol enemigo que descubre el zapato informe, que ilumina cada deterioro del
atavío con la precisión del reflector de la estrella. La mujer pobre ama el
invierno, aunque el agua la entumezca los pies. En el invierno, la gente camina
de prisa –cada uno a lo suyo. Hace demasiado frío para fijarse en los demás.
Llueve demasiado para detenerse a contemplar una pierna bonita. Y la muchacha
modesta no se ve constreñida a caminar salvando el buen equilibrio de un zapato
torcido. El invierno enerva los miembros y agrieta las manos desnudas; pero la
mujer pobre lo prefiere al estío y a la primavera, porque ante todo tiene un
sexo y un concepto de la feminidad, que cultiva como la mujer rica su fina desnudez
en las playas cosmopolitas[6]
A veces narración, a veces
reflexión:
Matilde tiene
una sonrisa amarga. Ella quisiera… ella no quiere nada. (Un gesto de indiferencia,
de “¡Bueno!”) Nada[7]
Y es que la
realidad le ha dado un golpe en la frente, recalentada por el sol y el
blanco-rosa de los parques en primavera; un golpetazo duro, que la traslada sin
transición a la trasera de la casa cuadrada; a su centro natural, racional.
(“Eh, por la escalera interior”. La primera vez que se lo oyó a un portero de
librea dividió mentalmente a la sociedad en dos mitades: los que utilizan el
ascensor o la escalera principal, y “los otros”, los de la escalera de
servicio; y se sintió incluida entre la segunda mitad)[8]
Si en las novelas anteriores, se
expuso cómo trabajaban las gentes de la huerta o las condiciones del mundo
minero, ahora vemos a la mujer empleada en la ciudad:
La noche.
Duelen las plantas de los pies, y los muslos y el índice de la mano izquierda,
producto de la experiencia del nudo corredizo, y se tiene un peso enorme encima
de los párpados. ¿Cuántas horas? Diez. Diez horas…
La noche.
Diez horas,
cansancio, tres pesetas[9]
En este
escondrijo cambian las muchachas sus vestidos de calle por los uniformes de
labor. En estos clavos cuelgan las empleadas cada mañana su personalidad para
recogerla cinco horas después[10]
A partir de la entrada a trabajar
en el salón de té de nuestra protagonista, conoceremos también varios de los
perfiles que rodean a la muchacha:
Esperanza es
vieja en la casa y sabe muy bien “del pie que cojea cada cual”… Esperanza tiene
más de cincuenta años. Vive en los arrabales, cerca de Fuencarral. Es soltera y
ya olvidó la historia de sus amores con un militar que se ahorcó por motivo de
un desfalco cometido en la Caja del regimiento. Es sucia, huraña y soez. Una
muchacha planchadora, que tuvo en casa en calidad de pupila, la robó setenta
duros que había economizado penosamente. Desde entonces vive sola con sus
miserables trabajos[11]
Y de nuevo la imagen grupal que
ya hemos venido advirtiendo en obras anteriores, aunque esta vez, rescatamos el
texto porque se habla por primera vez de la mujer obrera española:
Las muchachas
hallan siempre motivos más interesantes para sus breves charlas ocasionales;
por ejemplo, el vestido de verano o el abrigo de invierno; ese único vestido
temporal de la obrera, cuya adquisición y “estreno” reviste en casi todos los
casos enorme trascendencia; las confidencias íntimas; los “me dijo”, “te dijo”,
de la compañera; el “asunto” de la encargada. Los problemas de orden “material”
(social) no han adquirido aún bastante preponderancia entre el elemento
femenino proletario español. La obrera española, salvo contadas desviaciones
plausibles hacia la emancipación y hacia la cultura, sigue deleitándose con los
versos de Campoamor, cultivando la religión y soñando con lo que ella llama su
“carrera”: el marido probable. Sus rebeliones, si alguna vez las siente, no
pasan de momentáneos acaloramientos sin consecuencia. Su experiencia de la
miseria no estimula su mentalidad a la reflexión. Si un día su falta de medios
económicos la constriñe al ayuno forzoso, cuando come lo hace hasta la
saciedad. Y las dos cosas dentro de la más perfecta inconsciencia. La religión
la hace fatalista. Noche y Día. Verano e Invierno. Norte y Sur. Ricos y Pobres.
Siempre dos polos[12]
Pero nuestra Matilde es
diferente:
Matilde
constituye una de esas raras y preciosas desviaciones del acervo común. Matilde
no habla, no comenta. Observa. Se adapta. Corta el papel de envolver, coloca el
género, atiende a los clientes y a los pedidos del salón con la mayor pericia.
Consciente en todo momento de su obligación, pero fría[13]
Incluso los ojos de la encargada
han notado esa diferencia:
Desde los
primeros instantes Antonia ha demostrado hacia Matilde una especial ternura… Tú
tienes una cosa especial… La “cosa especial” que Antonia atribuye a Matilde es
el sello de magnífica serenidad de la criatura marcada por los largos años de
una vida difícil; de la criatura desarrollada en la mayor miseria, cuyo cerebro
no está absolutamente hueco[14]
Pero la joven poco a poco se va
transformando:
Matilde ayuda
a Trini en la limpieza de los bombones. No interviene en la conversación más
que con monosílabos. Piensa en su situación. Que apenas ha cambiado. Su
inquieto y penoso deambular cesó. Su paso es más firme y ha ganado en ritmo.
Por lo demás, los alimentos han mejorado poco en casa y el ambiente, en
general, sigue siendo el mismo. Su concepto de la vida no ha sufrido variación,
al contrario. Su definición de la sociedad: “los que suben en ascensor y los
que utilizan la escalera interior”, se ha consolidado.
No se llega a
una definición tan concreta sin una larga experiencia de la humillación y del
dolor[15]
Y se ve y se nota extraña con las
otras:
Matilde siente
como nunca el peso de su condición de explotada. La expulsión de su compañera
la llena de pesadumbre. Lo legal, lo humano, hubiera sido protestar, haber
exigido el reingreso de la empleada expulsada. Pero no se puede contar con la
colaboración de las demás. Antonia, al cabo de largos años de humillaciones
penosas, no ha logrado siquiera obtener de los superiores el reconocimiento de
sus derechos, de empleada competente.
Trini está
descontada: ni en hipótesis puede prescindir de sus veintiuna pesetas
semanales; el jornal de su madre como friegaplatos no da ni para malcomer. En
Paca no hay que pensar siquiera: ella, sacándola de sus “asuntos religiosos”, no
sabe otra cosa, ni la importa. No siente la más ligera curiosidad por conocer
cuáles son sus deberes y sus derechos de oprimida. Por nada del mundo
levantaría ella la voz a la encargada. De los sindicatos de las sociedades que
luchan por los derechos de los trabajadores, dice que son “centros de
corrupción” donde se incita a los obreros a la rebelión contra quienes “les dan
el pan”. De Matilde dice que tiene “espíritu revoltoso”, porque justifica las rebeliones y los disturbios proletarios
de la época[16]
Piensa en la ventaja de otro tipo
de trabajo más cualificado:
En una oficia
no se anulan de tal forma el derecho al criterio y la personalidad. Una tiene
un jefe inmediato, del que depende y al que hay que soportar gruñidos y chistes
idiotas, que es el primero en celebrar. Cierto que si la dirección choca con el
jefe inmediato éste paga su disgusto con la pobre auxiliar. Cierto que si el
jefe inmediato sostiene un altercado con su cónyuge, si ha perdido un guante,
si padece hipocondría o le duele un callo, lo tiene que sufrir la pobre
dactilógrafa. Pero, por otra parte, una hace su jornada de siete horas dentro
de una disciplina mesurada y una relativa libertad. No hay que luchar con un
público caprichoso y absurdo. No se está obligada a tolerar otras
impertinencias que las del jefe inmediato. Y en lo concerniente a la moral… De
eso habría mucho que hablar. Según. Se dan casos verdaderamente repugnantes;
casos en que las auxiliares se han visto obligadas a denunciar al jefe
inmediato o a pedir, con un pretexto cualquiera, su traslado a otro
departamento de la casa. Esto tratándose del jefe inmediato, que cuando es el
director quien origina las cosas, entonces el problema es de fácil solución: no
hay más que coger la puerta… Y, a comer moralidad.
Esto no es lo
general en las oficinas, pero sí lo frecuente. En las oficinas y en las
fábricas y en los talleres y en los comercios, y en todas partes donde haya
mujeres subordinadas a hombres[17]
Dada la época en la que pisamos,
la novela también se hace eco de los primeros disturbios en las ciudades y cómo
reacciona nuestra protagonista:
-
Habrán roto algún escaparate –aventuró Antonia-; ayer
rompieron uno en mi barrio: una gran luna de una jamonería.
-
Hacen bien –dijo Matilde-; parece que la gente tiene
ganas de provocar a los hambrientos con tanto llenar de jamones y chorizos los
escaparates. Yo te digo que haría igual. Eso de tener hambre y encontrarse de
pronto con uno de esos escaparates que se ven por ahí…[18]
Otro de los personajes que llaman
nuestra atención, perfil que nunca puede faltar, es la protegida del jefe:
Laurita es
demasiado gruesa, pero el uniforme negro la estiliza un poquitín, la favorece.
El cuello almidonado se le cierra bajo una breve barbilla carnosa y blanca. Un
espeso flequillo rubio oscuro le subraya el azul de los ojos. Los ojos, sin ser
hermosos, saben mirar de un modo atractivo, aunque falso. Pero ella lo que más
parece estimar son sus piernas, a juzgar por lo corta que lleva la ropa y el
cuidado que pone, al elegir sus medias, en que éstas “hagan unas piernas bonitas”.
Contra lo que hacía suponer su apariencia, es tratable, alegre y cordial. Muy
frívola, muy aturdida. Demasiado coqueta; cree que todo el mundo está pendiente
de sus gracias, de sus piernas y su flequillo. Eleva mucho la voz al hablar,
una voz hueca un tanto artificiosa también, como su mirada. Adora el cine y los
buenos vestidos, como corresponde a una muchacha de su tiempo. Ella se tiene
por “moderna”; lo que ella llama una “chica moderna”. Va sola al cinema con sus
amigas y amigos, e imita los ademanes y las miradas de la “estrella” de moda.
Estas cosas,
naturalmente, encantan a la encargada, que ha hecho de ella su empleada
dilecta. Por esto y por su parentesco con el jefe supremo[19]
Tras ella entra en escena quizá el más débil de los personajes femeninos, Marta:
Laurita sube a cobrar su salario,
como las demás empleadas, y baja haciendo resonar el dinero en el bolsillo del
uniforme:
-
Bueno; esto de cobrar es un encanto. Yo sólo estaba
acostumbrada a soltar los cuartos.
Entra una anciana y se dirige al
mostrador de los fiambres, y hace un encargo a Paca.
Entra una jovencita, vestida con una mísera bata remendada. Es muy bonita. De breve estatura. Sus tacones están muy torcidos. Un clavo, agujereando la suela de uno de sus zapatos, araña descaradamente el piso, produciendo un chirrido apenas perceptible, nada simpático. Pero la muchacha parece no reparar en estos detalles. Apretuja un periódico contra el pecho, en el que se inician dos senos puntiagudos. Se acerca al mostrador de los pasteles y pregunta:
-
¿Me haría el favor si hace falta alguna chica?[20]
Y acaso el más “fuerte”, Paca:
Paca no
pertenece a esta clase de temperamentos. En el convento se está bien. Las
monjas son cariñosas; un poco intransigentes, es cierto; pero ella –Paca- no es
lo que suele decirse “una chica moderna”; por ejemplo, “como las del otro
mostrador”; en particular, “la loca ésa de Laurita”. A ella “no se han visto
nunca obligadas las monjas” a ponerla una tilde tocante a su indumentaria y a su
proceder en la vida. “Allí” se pasa bien. Se juega y se reza. Y no se gasta
dinero. Paca es sumamente económica. “Soy sola y tengo que mirar por mí misma”.
Con estas palabras justifica su rapacidad, su retrogradismo, que se santigua
ante los avances de la civilización[21]
Unas páginas más, la más débil se
ha hecho igual de “fuerte”:
Hace cuatro
días que ingresó “la nueva”. Está encantadora con el uniforme que la ha
confeccionado su madre, con una bata usada de Antonia. La pequeña se llama
Marta. Todos conocen ya su historia en el salón. La repite a cada momento.
Parece encontrar en su origen miserable, en su vida de privaciones, un motivo
de vanidad: el mismo que suscita en otros la opulencia. Tal vez alimenta la
tesis de que la única nobleza del globo la constituye la casta de los oprimidos,
y la enorgullece pertenecer a ella[22]
Pero la idea de que con educación
otra vida es posible, sobrevuela el salón de té:
También hay
mujeres que se independizan, que viven de su propio esfuerzo, sin necesidad de
“aguantar tíos”. Pero eso es en otro país, donde la cultura ha dado un paso de
gigante; donde la mujer ha cesado de ser un instrumento de placer físico y de
explotación; donde las Universidades abren sus puertas a las obreras y a las
campesinas más humildes. Aquí, las únicas que podrían emanciparse por la
cultura son las hijas de los grandes propietarios, de los banqueros, de los
mercaderes enriquecidos; precisamente las únicas mujeres a quienes no les
preocupa en absoluto la emancipación, porque nunca conocieron los zapatos
torcidos ni el hambre, que engendra rebeldes[23]
Y nuestra obrera lo sabe y contagiada
por los sucesos de alrededor, se mostrará cada vez más inconformista:
Matilde va
hacia la cabina lentamente. Por el camino se desabrocha el cinturón del
uniforme y lo va enrollando. “El que se vaya puede darse por despedido”. Y
todas las cabezas, aun las encanecidas en el trabajo monótono y pesado del
salón de té –Antonia-, cuyos derechos de explotada no están reconocidos, se
agachan medrosas. Habla el enemigo, a quien se odia y se teme, y de quien no se
puede prescindir. Habla autoritario, soberbio. Seguro de ser obedecido. Seguro
de la sumisión absoluta de “su” personal. El es la gran llave del estómago de
cada uno de aquellos débiles seres y cada chiquillo de cada mujer inherente a
tales seres infortunados. Es el enemigo que a veces hace demagogia de ocasión: "El
patrono y el obrero son un solo cuerpo". (No tiene en cuenta que lo que él come
no le nutre al complemento de su cuerpo –el jornalero). El enemigo está viendo
durante un cierto número de años –muchos, por lo general- el torso encorvado de
“su” cuerpo; encorvado por la penuria, humillado. Una vez advierte que en sus
sienes hay pelos blancos, que sus miembros enmohecen. “Tú ya no me sirves”. Y a
otra cosa. Ahí se queda el pobre cuerpo, con su vejez sobre la espalda. “Ya no
me sirves”. Ya no es “su” cuerpo. Si se hubiera tratado de su cuerpo, de su
organismo auténtico, y no de una metáfora ocasional y vil, por lo embustera, el
enemigo hubiera reaccionado de distinta manera. ¡Bah! Esto no es nada original.
Esto no lo ha dicho sólo el vecino “parado” de Matilde; lo han dicho al cabo de
los siglos, a lo largo de muchos siglos, millones de millones de oprimidos, en
todos los idiomas y matices de voz. “Váyanse todos y vengan mañana”. Un suspiro
alivia la inquietud en todos los pechos. De pronto se siente la alegría de
aportar el granito de arena personal a la causa de la clase a la que se
pertenece. Ya no se piensa en el hermano de gremio como en la cosa enemiga, que
“coacciona”, que “empuja al arroyo”, “al hambre”. Ahora es el hermano de ruta,
el luchador noble, el brazo del gigante bajo cuyo cerebro está escrito el
destino de los eternamente explotados. Sí; ¡qué hermosa es la solidaridad!
¡Viva la solidaridad! No. Somos unos cobardes. No hemos hecho más que seguir
las órdenes del amo. Obedecer fielmente al amo, como siempre. Fielmente, como
perros cochinos, como perros repugnantes. Si él nos lo hubiera mandado nos
habríamos quedado en el salón, hubiésemos hecho traición al hermano; incluso hubiéramos
arrojado del local al hermano, a escobazos o puntapiés. En casa están la mujer
y los hijos.
A la puerta
está el grupo de huelguistas.
Cuando los
empleados del salón de té aparecen en la puerta, los huelguistas lanzan varios
prudentes vivas a la solidaridad y a la fraternidad proletaria[24]
Pero para nuestra Matilde, para
nuestra escritora, en los años 30, aún había lugar para la esperanza:
Todo esto
desaparecerá algún día con el advenimiento de la cultura, con la liquidación
del paro obrero, con la depuración de la sociedad contemporánea. Una sociedad
fuerte, culta, sana, substituirá a la actual sociedad, depauperada y famélica[25]
[1] Tea Rooms, Luisa Carnés, Asociación de Libreros de Lance de Madrid,
Madrid, 2014
[2] Pág. 5
[3] Pág. 6
[4] Pág. 8
[5] Pág. 16
[6] Pág. 20
[7] Pág. 23
[8] Pág. 25
[9] Pág. 33
[10] Pág. 41
[11] Pág. 38
[12] Pág. 43
[13] Pág. 44
[14] Pág. 46
[15] Pág. 78
[16] Pág. 83
[17] Pág. 89
[18] Pág. 94
[19] Pág. 103
[20] Pág. 115
[21] Pág. 124
[22] Pág. 126
[23] Pág. 136
[24] Págs. 159-161
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