Novela social y política: LA MINA







LA MINA[1]

Quizá resulte extraña la elección de esta novela dentro de esta investigación. Pero un comentario, no sé si malintencionado, del autor sobre la esposa del protagonista, generó en clase, para mi sorpresa (y casi mi enfado), el apoyo incondicional (y casi la arenga) de mis compañeros (hombres) a este comentario. ¿Cómo podían culparla a ella de todo?
Siendo así, me veo obligada a romper una lanza a favor de este personaje.

Presentemos primero al marido:

Toda la vida de Joaquín había transcurrido en Sierra Harana. Amaba a Tero, y a la llanura del valle donde el pueblo se asentaba, tanto como un hombre puede amar el hueco oscuro que le dio la vida.
Las casas, los huertos, los animales. Todos los ruidos familiares, y el sol y el viento, le hablaban desde dentro de su ser. Todas las gentes del pueblo eran amigas suyas. Les decía:
-          Esta tierra es nuestra, nosotros la hemos hecho con nuestro trabajo. No hay que marcharse, hay trabajo para todos, porque es de todos la tierra.

Pero cuando, ante la falta de trabajo, un viejo del lugar, le aconseja marcharse con su familia en busca de un futuro:

No podía, era algo superior a sus fuerzas, algo que le removía el cuerpo hasta ponerle mala sangre, el pensar en abandonar el pueblo. Llevaba más de dos meses pensando en ello desde que recibieron la carta que Lucía, la prima de Angustias, escribiera. La mujer no hacía más que machacar para que se marcharan a las minas. Y aunque él hacía oídos sordos, a veces le daba vueltas en la cabeza la idea de marchar y hoy era uno de esos días.
-          Hay días –pensó en voz alta- que uno nota la amargura hasta en la comida y en los hijos. Poco a poco se le mete a uno la tristeza en el cuerpo, crece dentro y nos come el cuerpo. Es difícil echar la tristeza fuera de uno. Es algo que llega despacio, pero una vez que te agarra no quiere irse[2]

Ese “la mujer no hacía más que machacar”, es el detonante de las siguientes páginas. Ahora bien, presentemos a Angustias:

Estaba sentada al otro lado del fuego. Las retamas estallaban y el humo denso se extendía por la cocina. La mujer, con el niño en brazos, atizaba el fuego con un fuelle. Las llamas, azuzadas por el aire, se alzaron por la campana de la chimenea hacia el agujero del techo. Después, la mujer echó unas patatas dentro de un pote de hierro renegrido.
-          Hola Angustias.
-          Hola –contestó ella.

Era una mujer morena. De pelo negro como la aceituna, tirando desde las sienes y roscado en un moño sobre la nuca. La cara delgada, ojos pardos, nariz corta y fina, boca ancha y colorada. La piel cálida como el trigo candeal.
-          Deja un momento, sujeta al niño.

Joaquín descargó el haz junto a la lumbre baja. Era un hombre de treinta y tantos años. Flaco y de hombros descarnados; de estatura regular.
Se sentó en el poyete.
-          Joaquín –dijo ella puesta en pie.
-          ¿Qué? Contestó éste mirándola.

Angustias era más bien baja, vestía una bata oscura, larga. “Como la de los santos”, se dijo Joaquín. Miró a las piernas delgadas y derechas, a las alpargatas sucias de su mujer.
-          ¿Qué? –volvió a preguntar abstraído.
-          Coge al niño un momento.

El hombre cogió al niño entre sus manos grandes. Le sentó sobre las rodillas, y le acarició la cara torpemente al tiempo que le hacía muecas con los ojos y la lengua. El niño olía a madre, a leche tibia.
Ella sacó los pechos, que se le desparramaron, duros de leche y blandos de carne, sobre la bata negra. Tomó la mujer al niño, lo puso sobre el regazo, y el pequeño se colgó con ansia del pecho dando profundos sorbetones.
Joaquín miró a la madre para luego correr la mirada por las paredes caleadas de la habitación que Angustias pintara cuando la fiesta. “Se da buena maña para pintar”, se dijo. Sus ojos siguieron el dibujo azul del plato de la Cartuja que adornaba uno de los paramentos. “Lo compramos cuando fuimos a Granada, cuando casamos la Angustias y yo”. El ribete estaba desportillado. “Costó diez duros”.
La cocina era grande, tenía las paredes manchadas por el humo que suelta la jara al arder. Del techo colgaban las ristras de pimientos puestos a secar. Por la ventana y la puerta abierta se veía la calle. Al fondo de la cocina se abrían dos huecos sin puerta que daban a las habitaciones de dentro, y al corral donde cantaban dos gallinas. En los días de hambre Joaquín había pensado en matarlas, pero ella, Angustias, dijo que no, que los huevos eran para la hija, que el médico había dicho que comiera huevos.
-          ¿Crees que este calor durará mucho? –preguntó Angustias a su marido.

Joaquín se encogió de hombros.
-          ¡Qué se yo! A lo mejor llueve, falta hace. Aunque, la verdad, no sé qué nos va a ti ni a mí el que llueva o no llueva.

Durante unos instantes permanecieron en silencio, mirándose. Mas en seguida habló Angustias.
-          Toma unas aceitunas y un poco de pan, traerás hambre –dijo mientras apretaba el pequeño contra el pecho[3]


Comprobamos, en una lectura reposada, que no sólo no “machaca” a su marido sino que al llegar a casa sin trabajo, y como ausente, le ofrece unas aceitunas…

De tal palo, tal astilla. Y ahora es el turno de conocer a Angustias hija:

-          Has tardao mucho –dijo una voz de mujer desde la cocina.
“Es la guardesa, la mujer del señor Lucas; cuida la casa del amo. A lo mejor me da hoy tomates, a lo mejor sólo me da el pan”.
-          Había gente –contestó.
-          ¿Has acabao ya de traer el agua?
-          Sí, señora.
-          ¿Cuánta trajiste?
-          Cinco cántaras.
Angus tenía la mirada clavada en el rincón donde estaban las banastas de tomates, en la roja redondez del fruto. “Si me diera tomates, madre haría ensalada con aceitunas. Se pondría contenta madre”.
-          Hija –dijo la mujer dirigiéndose a la niña-, toma tu pan y vete para casa. Mañana vienes antes; sin agua no puedo hacer nada.
Angus cogió el pan con las dos manos y se quedó quieta, sin decir palabra. Miraba para la cara de la guardesa.
-          ¿Qué quieres? –preguntó ésta-. ¿No tienes ya el pan?
-          Sí.
-          ¿Entonces qué quieres? Vete para tu casa.
-          ¿Me da usted un tomate? –pidió la niña.
-          ¿Un tomate? –inquirió la mujer extrañada por la petición de la niña.
-          Sí.
-          ¿Te gustan?
-          Los tomates son muy ricos. A mí y a mi mamá nos gustan mucho.
-          Anda, coge unos pocos.
La guardesa volvió a sus trabajos aunque observando a la niña mientras ésta cogió los tomates de la banasta.
-          ¡Qué cosas, Díos mío, qué cosas!
Angus se recogió la falda para echar en ella el pan y los tomates. Se quedó con uno en la mano y, ya por la calle, le dio un mordisco. Masticaba despacio, pues un tomate, ella lo sabía, era cosa demasiado buena para comerlo de prisa.
La madre estaba en el corral con el pequeño. La abuela, sentada junto al fuego, roía lentamente un trozo de pan. El pequeño lloraba.
La niña sacó los tomates de la falda y se los dio a su madre de esa manera que sólo ellos, los niños, saben hacerlo.
Angustias los tomó de la mano de su hija, los puso en la alacena junto a los pimientos.
-          ¡Díos mío! –dijo la madre-. Ya lo gana como una mujer[4]


Otro de los personajes femeninos, tan característico de la época, es la abuela, siempre templando caracteres y circunstancias:

La abuela no salía a trabajar al campo. Sólo, cuando las aceitunas, gustaba de ir bajo los olivos para mirar a los vareadores y escuchar las mismas canciones que se entonaban cuando ella era moza. Pasaba el día trajinando por la casa, cuidando de los niños y de las dos gallinas. Pero más que otra cosa pasaba el tiempo junto a la lumbre, pues el calor se le metía dentro de los huesos y le quitaba el frío que siempre sentía. A veces, aunque ya veía poco, gustaba de zurcir calcetines junto a la puerta de la casa. Ella y otras mujeres de su edad se reunían para hablar de los tiempos pasados y cortar algún traje a quien se terciara[5]


A la abuela le dolía el ver cómo peleaban los hijos. “Siempre es así –pensaba-. El amor y la pobreza no hacen buenas migas, donde no hay harina todo se vuelve mohína, dicen en Castilla”. Luego, ya en voz alta, comentó:
-          No peleéis, hijos. No tenéis la culpa ninguno; pasa lo que siempre pasó por estas tierras. “Dolores, me decía mi padre, así son las cosas. No trabajan y pa ellos es el comer pan bueno, el aceite, el vino y la carne; pa los demás el comer migas y gazpachos”

Estiró los brazos, después añadió:
-          Angustias me ha leído la carta del marido de mi sobrina Lucía. Si me quieres escuchar, Joaquín, digo que lo mejor que podéis hacer es el marcharos de aquí. Una familia no puede pasar hambre aguardando tiempos mejores, no puede estar aguardando a que el amo o al capataz se le antoje dar trabajo.
-          No, no puede –dijo Joaquín.
-          Debes preocuparte ahora; es buena ocasión dice el primo Antonio –terció Angustias.
-          ¿Y la abuela qué hará?
-          Por mí no hay que preocuparse, iré a casa de Juana. Yo como poco, casi no hago gasto.
-          Escribe al primo –insistió Angustias.
-          Ya veremos –replicó Joaquín.

Volvió su cara hacia la puerta. Se oían los gritos de los chiquillos y la voz de las campanas de la iglesia.
-          Creo que nos quieres a todos, a los niños y a mí. No querrás que sigamos así. El niño está delgadito, mismamente en los huesos, da un dolor el verle. Si no le damos medicinas se me morirá, estoy segura.
-          Podíamos esperar un poco. A lo mejor después de la aceituna el amo me da el arriendo. Me duele el dejar esto no sabéis cuánto, no sabéis os digo.

Y de vuelta la comprensión (y el sufrimiento) de la mujer:

Angustias no pudo contestar, miró para la cara de su marido sintiendo toda la tristeza de las palabras, el amargor oculto tras ellas. No podía decirle nada, no podía, le dolía el corazón y pronto le iban a caer lágrimas. Le hubiera gustado decirle que sí, que esperarían a las aceitunas. Pero sería inútil el esperar –se dijo-. Pasaría el tiempo y todo seguiría igual, simplemente un aplazamiento. Y porque lo pensaba así no se sintió con ánimo de decir nada en apoyo de su marido. Salió al corral dejando al hombre con la palabra en la boca[6]

Finalmente, la familia se despide y marcha a las minas:

-          ¡Hala, hala, que se hace tarde! –terció el tío Emilico mirando para el reloj de la torre.
Angustias, con el pequeño en brazos, montó en el burro. Joaquín cogió a su hija de la mano. Echaron a andar.
-          Ten cuidado con el dinero, lo llevas cosido a la blusa, por dentro. Ya sabes cómo son en la ciudá –gritó la abuela.

Y de nuevo, Angustias contiene la misma pena que Joaquín:

El tío Emilico andaba junto al burro. Joaquín iba tras él, sin decir palabra alguna. Escuchaba el ruido que hacía el aire. La brisa y el susurro de los árboles le acariciaban la cara, le hacían olvidar su exilio.
Hacía rato que habían traspuesto el alto. El sol nacía otra vez. Joaquín tendió la mirada hacia las paralelas de hierro del ferrocarril; brillaban oscuramente.
-          A la vuelta cargaré el burro con retama –dijo Emilico.
Angustias sentía una pena muy honda dentro del pecho, se apretó más contra el niño que, indiferente a las tragedias de los hombres, dormía profundamente.
-          Duerme, duerme –murmuró[7]


Nada sabía la pareja del fatídico desenlace que tendría su viaje. Como lectores, sabemos que su llegada a las minas fue, no digamos que agradable, pero sí al menos esperanzadora. Ambos estaban contentos de cómo se desarrollaban las cosas. Recuerdan mucho a la familia de Batiste y Teresa en La barraca. Había sueldo, comida y casa. Pero… la desgracia sobrevino de pronto. Y responsabilizar a Angustias, o a cualquier otra esposa de los acontecimientos, es una enorme injusticia. Con sus palabras, con sus sentimientos, con sus pesares, con su esperanza, vamos acabando este repaso. 

Días después del accidente la ciudad de los mineros recobró su pulso normal. Como siempre, a la hora de los relevos, largas filas de hombres pedaleaban por carretera montados en bicicletas.  Las chimeneas de la factoría lanzaban chorros de humo que cubrían el cielo. Los trenes seguían llegando a Los Llanos cargados de gentes extremeñas, manchegas y andaluzas, que iban en busca de trabajo. Corría el tiempo, y las hojas de los árboles de la carretera se cubrieron de oro y el viento las depositaba blandamente en las calles. Y las cigüeñas y las golondrinas volaban hacia la baja Andalucía en busca del invierno templado.
Ya nadie visitaba a Angustias. Al principio, muchas tardes iban a visitarla las familias de los compañeros de Joaquín, mas luego los días pasaron vacíos, mortalmente monótonos. Le costaba hablar y no podía concentrarse en las cosas. Se sentía cansada. Un paso, después otro y otro más: eso era la vida. Y la soledad. También eso pesaba demasiado, también eso llegaba al fondo. Nunca hasta entonces que lo había perdido supo cuánto había querido a Joaquín. Y ahora ya no podía hablarle. Le había perdido para todos los días de su vida. Durante un tiempo se sintió como llevada al fondo de una corriente. A su alrededor todo avanzaba y se transformaba. Las hojas doradas se volvieron rojas y el invierno llegó con una racha de viento castellano. Mas ella seguía inalterable y pasiva, indiferente, como si fuera un mineral que hubiera llegado al final de todos los cambios. Se refugiaba en la cotidianidad de las cosas, en los pequeños trabajos.
-          ¿Por qué no regresas a Tero? –le preguntó primo Antonio un día.

Angustias no contestó; miraba hacia la calle por la ventana abierta. Los niños brincaban como gorriones. ¿Volver a Tero? Veinte veces al día se planteaba el regreso, y otras tantas veces dejaba de contestarse. Se hundía en algo que ya no sólo era tristeza sino un cambio de estado, como si una parte de su vida se hubiera ido. Permanecía quieta, igual que uno puede estarlo en una tierra llena de recuerdos. Las zonas más oscuras de su memoria se aclaraban. Volvió a ver su vida con Joaquín. Aquel día, el primero, debajo de los olivos, él la había besado. Aún sonaban en sus oídos lo que Joaquín había dicho, las mismas palabras llenas de ternura. Y luego le recordó en el día de la boda, riendo más alto que nadie, fanfarrón en la fiesta de la mañana y tímido, tierno como un cordero, en la fiesta de la noche. Más tarde, los hijos y la lucha por el trabajo. La batalla le había endurecido y amargado, mas en el fondo seguía siendo el mismo hombre lleno de amor por las cosas.
“Eso es lo que él quiso siempre: sembrar y cultivar la tierra. Nunca de verdad quiso arrancarse de allí; yo a veces pienso que la culpa es mía por haberle empujado. Pero, después, me digo también que eso no es verdad, que a pesar de todo hicimos bien viniendo aquí; no teníamos otro remedio”.
Luego, llegó el invierno. Y Angustias, en los largos atardeceres, se sentaba al lado de los hijos y dejaba pasar los días sin pensar en nada, sin vivir. A medida que iba pasando el tiempo ganaba la paz. Sólo por las noches volvían los recuerdos y a veces llegaba el alba sin que hubiera podido dejar de sentir el vacío doloroso del lecho.
Mas un día el sol volvió a brillar con fuerza sobre la llanura y volvió la primavera. De nuevo los niños alborotaban en las calles, salían de sus oscuras casas para no volver a ellas hasta la oscurecida. Volvieron también las golondrinas y la cigüeña de la torre. Las mujeres de Los Llanos charlaban a la puerta de sus casas. Durante el invierno la pequeña había dado un gran estirón y comenzaba a interesarse por cosas distintas a las que hasta entonces le habían atraído. Ya no jugaba con chicos, sino que buscaba la compañía de otras muchachitas de su edad. El niño ya andaba y con su vocecilla de media lengua ponía nombres extraños a las personas y las cosas. Angustias veía pasar a la gente, hombres y mujeres del barrio. En ellos veía una seguridad, un dolor antiguo, un flujo de vida. Ahora amaba a Joaquín como a un recuerdo por el que se siente un gran cariño, un afecto que desgarra las entrañas. Mas cuando miraba hacia el porvenir, Joaquín no existía. Al mirar hacia delante la vida tomaba un significado distinto. Tero, allí estaría el pueblo; la plata del río, la llanura y los olivos. Recorrió con el pensamiento todos los lugares queridos. Ir allí –se dijo- y esperar a que los hijos crezcan, se hagan mozos y emprendan el camino de todos, el exilio de la propia tierra. De pronto notó el abismo que la separaba de todo aquello. No, no volvería a Tero. La vida y el provenir había que ganarlos día a día, pues los hijos esperaban. Y ella tenía que ser un huerto de esperaza.
Una oleada de calor se expandió por su pecho. La angustia se deshacía igual que un pedazo de hielo puesto al sol. Viendo a los pequeños sintió una gran paz y una tranquila serenidad. Una serenidad que le llegaba desde muy hondo, desde su esperanza[8].  





[1] La mina, Armando López Salinas, Ed. Orbis, Barcelona, 1984
[2] Pág. 17
[3] Pág. 121
[4] Pág. 27
[5] Pág. 34
[6] Pág. 36
[7] Pág. 39
[8] Págs. 228-231


CURSO DE NOVELA SOCIAL Y POLÍTICA (UAM)



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