UNA BOLSA DE CANICAS (adaptación)
Edicións do Cumio,
Pontevedra, 1988
(Traducción desde el
gallego MAR HORTELANO)
Desde junio de 1940,
unos pocos meses de iniciada la Segunda Guerra Mundial, media Francia queda
sometida al poder del Tercer Reich. El ejército francés, a excepción de la
armada, caerá prisionero de las fuerzas de ocupación alemanas. Y París, la
capital de una tierra hospitalaria y de asilo que ostenta en el frente de sus
edificios públicos una divisa democrática de “Libertad, igualdad, fraternidad”
es una ciudad tomada por las tropas del imperialismo nacionalsocialista
hitleriano, robando a los ciudadanos todos sus derechos civiles. París sufre
entonces uno de los dos peores y más dramáticos momentos de su larga historia.
La ciudad de la luz, que fuera corte del esplendoroso absolutismo borbónico,
escenario de la insurrección de la razón de un pueblo en el siglo XVIII (que
irradiaron para toda Europa las ideas de Libertad y de Estado Democrático y los
fundamentos ideológicos del mundo contemporáneo), la que fuera metrópoli del
imperio napoleónico y crisol de la cultura democrática burguesa en el siglo
XIX, el París moderno de la Torre Eiffel, la belle epoque, las osadas
rebeliones vanguardistas que marcaron el nacimiento de una nueva concepción de
las artes para el siglo XX, era a comienzos del año 1941 una ciudad agitada y
tensa. Los vehículos militares, los uniformes grises, la marcha marcial de las
botas altas de las SS llenaban de terror las bellas calles empedradas de la
ciudad. Los parisinos, todos los franceses, vivían en un estado de alerta y
pánico constante, padeciendo registros, cacheos, detenciones y asesinatos por
parte de las tropas de ocupación, que empleaban toda clase de medios para desmantelar
las fuerzas populares de la resistencia. Pero no eran las tropas nazis los
únicos enemigos; también había que cuidarse de los vecinos, los conocidos, los
mismos familiares, porque no eran pocos los franceses colaboracionistas, que
delataban y entregaban a sus propios compatriotas a las garras despiadadas del
invasor.
Pero de todos es
sabido que las víctimas principales del Estado Nacional socialista fueron los
judíos. Cuando Hitler asumió el poder, en el año 1933, vivían en Alemania más
de medio millón de judíos, contra los que a diario empezaron a desencadenarse
sistemáticos actos de violencia. La necesidad de buscar un responsable para los
males reales o ficticios de la sociedad, la necesidad de inventar un enemigo,
característica de los totalitarismos, hizo que los nazis focalizasen en la
etnia judía sus animadversiones, y de ese hecho los judíos pasasen a ser, para
el Tercer Reich, la encarnación del mal.
Desde el año 1933
comenzó la promulgación de leyes discriminatorias, prohibiendo a los judíos la
práctica de la medicina, la abogacía y el desempeño de cargos públicos. En
1935, con la aprobación de las Leyes de Nuremberg, entra en vigor la Ley de la
Ciudadanía del Reich, que distingue entre ciudadanos (la población de raza
aria) y súbditos (que carecen de derechos constitucionales), prohibiéndose los
matrimonios mixtos. En 1938 se llega a la culminación de la política antisemita
nazi desde un punto de vista legislativo, que supone para los judíos la pérdida
de títulos profesionales, y la incorporación obligatoria de los nombres de Sara
o Israel para todos aquellos que no tuviesen un nombre inequívocamente hebreo,
la marca de una “J” ignominiosa en los pasaportes, etc…
A partir de 1939, es
decir, desde el comienzo de la guerra, estas medidas empiezan a afectar también
a otros países controlados por Alemania: matanzas masivas en Polonia,
persecuciones en Francia, deportaciones a los campos de concentración en
Alemania o Austria… Fue así como se llega a la culminación en el año 1941,
cuando Himmler porpone a las SS un plan para “la solución final de la cuestión
judía”: la eliminación biológica, el exterminio.
Este estado de cosas
se nos presenta en la novela de J. Joffo a través de los ojos de un niño. Un
niño parisino, judío, hijo de un barbero de barrio, que presencia los
acontecimientos con la mirada ingenua de quien no entiende las razones de una
violencia insensata de hombres contra hombres, pero que se ve afectado
directamente por las consecuencias de esa violencia.
En el año 1973, más
de treinta años después de los acontecimientos de los que estamos hablando, la
publicación de UNA BOLSA DE CANICAS constituyó en Francia todo un éxito
editorial, y la posterior adaptación cinematográfica da a la novela y a su
autor una enorme popularidad. Los recuerdos de infancia a este colegial parisino
tiene todos los ingredientes de un best-seller. Por un lado, para toda una
generación que vivió una guerra en su niñez y adolescencia, el libro era al
mismo tiempo una evocación sentimental y desmitificadora de aquellos años
terribles mucho más que un documento histórico. La literatura, el cine, la
historiografía se han ocupado muchísimo del tema. Pero la novela de Joffo, a
diferencia de otras narraciones de carácter histórico, viene adornada con una
característica que llegaba a las nuevas generaciones que no conocieron la
guerra ni el mundo de la infancia de sus mayores: venía narrada por un niño.
Para los ojos de un niño, de un niño parisino de los años cuarenta, las
dramáticas circunstancias históricas formaban parte de un entorno de un hecho natural,
y así nos son referidas a los lectores, incorporadas a su visión infantil del
mundo, mezcladas y confundidas con juegos, miedos, aventuras y fantasías de la
infancia.
La novela de Joffo,
de riguroso carácter autobiográfico, es un libro de recuerdos de infancia, pero
también es al mismo tiempo, un amplio y ameno cuadro costumbrista, una
narración de aventuras y un documento histórico de valor excepcional, que hoy
se ofrece, en excelente traducción de Xoan Carlos Alvarez Quintero, a los
lectores gallegos de todas las edades.
© de la Introducción G.
NAVAZA
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