EL MÉDICO (adaptación)






Rob estaba nervioso y expectante mientras seguía las instrucciones del médico jefe montado en su caballo por la avenida de los Mil Jardines hasta la senda que llevaba a la casa de Ibn Sina. Se encontró ante una gran residencia de piedra, con dos torres, enclavada entre huertos colgantes y viñedos. También Ibn
Sina había recibido una «prenda real» del sha, pero su calaat le llegó cuando era famoso y venerado, por lo que el regalo había sido principesco.
Un guardia lo esperaba, se hizo cargo de su caballo y lo hizo pasar a la finca amurallada. El sendero hasta la casa era de grava tan triturada, que sus pisadas sonaban como susurros. Cuando estaba muy cerca de la entrada, se abrió una puerta lateral y por ella salió una mujer. Joven y garbosa, llevaba una casaca de
terciopelo rojo hasta la cintura, con bordes de oropel, encima de un vestido holgado de algodón, con estampados floreados. Aunque menuda, su andar era el de una reina. Varios brazaletes de abalorios rodeaban sus tobillos en el punto en que sus pantalones carmesí se ceñían y terminaban en flecos de lana sobre sus suaves talones desnudos. La hija de Ibn Sina —si era su hija— lo escudriñó a fondo antes de apartar su cara, cubierta con un velo, de la mirada de un hombre, según lo prescrito por el Islam.
Detrás había una figura con turbante, enorme como una pesadilla. El eunuco tenía la mano en la empuñadura alhajada de la daga que colgaba de su cinturón y no desvió los ojos, sino que observó siniestramente a Rob hasta que su señora atravesó sana y salva una puerta de la tapia que daba al jardín.
Rob seguía con la vista fija en ellos cuando se abrió la puerta delantera —una sola losa grande— sobre los goznes aceitados y un sirviente lo hizo pasar a una espaciosa frescura.
—Ah, joven amigo. Bienvenido seas a mi casa.
Ibn Sina lo condujo a través de una serie de vastas estancias cuyas paredes de azulejos estaban adornadas con ricas colgaduras tejidas, de los colores de la tierra y el cielo. Las alfombras de los suelos de piedra eran espesas como el césped. En un jardín en forma de atrio, en el centro de la casa, habían dispuesto una mesa cerca de una fuente.

Rob se sintió torpe, porque nunca un sirviente lo había ay udado a sentarse.
Otro llevó una bandeja de barro con pan chato, e Ibn Sina entonó su oración islámica con desentonado desenfado.
—¿Quieres decir tu bendición? —preguntó cortésmente.
Rob partió uno de los panes y todo fue fácil, pues se había acostumbrado a la acción de gracias hebrea: «Bendito seas Tú, oh Señor Dios nuestro, Rey del Universo, que produce el pan de la tierra».
—Amén —dijo Ibn Sina.
La comida era sencilla y excelente: pepinos troceados con menta y una pesada leche agria, un pilah ligero preparado con trozos de cordero magro y pollo, cerezas y albaricoques cocidos, y un refrescante sherbet de zumo de frutas.
Después de comer, un hombre con un anillo en la nariz, particularidad que señalaba su condición de esclavo, llevó paños húmedos para las manos y las caras, en tanto otros esclavos limpiaban la mesa y encendían antorchas humeantes para ahuyentar a los insectos.
Les llevaron un cuenco con abundantes pistachos. Se sentaron, cascaron los frutos con los dientes y masticaron en sociable compañía.
—Bien. —Ibn Sina se inclinó y sus excepcionales ojos, que podían transmitir tantas cosas, brillaron atentos bajo la luz de las antorchas—. Hablemos de la razón por la que sabías que Ismail Ghazali estaba a punto de morir.
Rob le contó que a los nueve años, cogiendo la mano de su madre supo que moriría, y que de la misma manera había conocido la muerte inminente de su padre.
Describió los otros casos de personas cuya mano en las suyas le había transmitido el penetrante pavor y la cruel revelación.
Ibn Sina lo interrogó pacientemente mientras le informaba de cada caso, sondeando su memoria para asegurarse de que no pasara por alto ningún detalle.
Gradualmente, desapareció la reserva en la expresión del anciano.
—Muéstrame lo que haces.
Rob cogió las manos de Ibn Sina y lo miró a los ojos; poco después sonrió.
—Por ahora no tienes que temer la muerte.
—Tú tampoco —dijo tranquilamente el médico.
Pasaron unos segundos y Rob pensó: «¡Santo Cristo!».
—¿Es en verdad algo que tú también sientes, médico jefe?
Ibn Sina meneó la cabeza.
—No del mismo modo que tú. En mí se manifiesta como una certeza en lo más profundo…, como un fuerte instinto de que el paciente morirá o vivirá. A lo largo de los años he hablado con otros médicos que comparten esta intuición, y somos una hermandad más numerosa de lo que tú imaginas. Pero nunca conocí a alguien en quien el don fuese tan potente como en ti. Es una responsabilidad, y para estar a su altura deberás convertirte en un excelente médico.
Esas palabras trajeron a Rob a la cruda realidad, y suspiró pesaroso.
—Es posible que no logre completar mis estudios de medicina, pues no soy un erudito. Vuestros estudiantes musulmanes han sido alimentados por la fuerza con el aprendizaje clásico durante toda su vida…, y los demás aprendices judíos fueron destetados en la feroz erudición de sus casas de estudios. Aquí, en la universidad, unos y otros cuentan con esa base, mientras yo sólo cuento con dos insignificantes años de escolaridad y una amplia ignorancia.
—Entonces debes trabajar más arduamente y a mayor velocidad que los demás —dijo Ibn Sina sin contemplaciones.
La desesperación volvió audaz a Rob:
—En la escuela se exige demasiado. Y hay cosas que no me interesan ni necesito. La filosofía, el Corán…
El Maestro lo interrumpió desdeñosamente.
—Estás cometiendo un error muy común. Si nunca has estudiado filosofía, ¿cómo puedes rechazarla? La ciencia y la medicina se ocupan del cuerpo, mientras la filosofía trata de la mente y del alma, tan necesarias para un médico como la comida y el aire. En cuanto a la teología, yo tenía memorizado todo el Corán a los diez años de edad. Es mi fe y no la tuy a, pero no te hará ningún daño, y memorizar diez coranes sería un precio irrisorio si te sirviera para adquirir todos los conocimientos médicos.
» Tu mente es apta, porque vemos cómo aprendes una nueva lengua y advertimos que eres una promesa de muchas otras formas. Pero no debes temer que el aprendizaje se convierta en una parte de ti mismo, de modo que te resulte tan natural como respirar. Tienes que expandir tu mente lo suficiente como para que asimile todo cuanto podemos transmitirte.
Rob estaba callado y atento.
—Yo tengo un don tan fuerte como el tuyo, Jesse ben Benjamin. Sé descubrir donde hay un hombre que puede ser médico, y en ti percibo la necesidad de curar, una necesidad tan intensa que quema. Pero no es suficiente poseer esa necesidad. Un médico no se hace mediante un calaat. Por suerte, dado que ya hay demasiados médicos ignorantes. Por eso tenemos la escuela, para separar la paja del trigo. Y cuando encontramos un aprendiz meritorio, lo sometemos a pruebas especialmente rigurosas. Si nuestras pruebas son excesivas para ti, olvídanos y vuelve a tu oficio de cirujano barbero y a vender tus espurios ungüentos…
—Medicinas —corrigió Rob, airado.
—Tus espurias medicinas, entonces. Porque para ser hakim, hay que ganárselo. Si lo deseas, debes castigarte a ti mismo en beneficio del aprendizaje, buscar las ventajas que reporta alcanzar el nivel de los otros aprendices y sobrepasarlos. Tienes que estudiar con el fervor de los bendecidos o de los condenados.
Rob respiró hondo, con la mirada todavía clavada en Ibn Sina, y se dijo que no había hecho el esfuerzo de cruzar el mundo para fracasar.
Se levantó para retirarse y en ese preciso instante se le ocurrió una idea.
—Médico jefe, ¿tienes Los diez tratados del ojo, de Hunayn?
Ahora Ibn Sina sonrió.
—Lo tengo —dijo y se apresuró a buscarlo para dárselo a su discípulo.

NOAH GORDON
«EL MÉDICO»
Págs. 330-334.

(Estreno el 17 de octubre en el Teatro Nuevo Apolo de Madrid)

Entrevista a NOAH GORDON
Noah Gordon encantado con el musical español 

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