IL GATTOPARDO (adaptación)


IL GATTOPARDO
GIUSEPPE TOMASI DE LAMPEDUSA
Trad. Fernando Gutiérrez
Ed. Orbis, Barcelona, 1982.



El amor. Evidentemente, el amor. Fuego y llamas durante un año, cenizas durante treinta. Él sabía lo que era el amor… Y Tancredi, ante quien las mujeres caerían como fruta madura… pág. 81

El instante duró cinco minutos. Luego la puerta se abrió y entró Angelica. La primera impresión fue de deslumbrante sorpresa. Los Salina se quedaron sin aliento. Tancredi sintió además latir sus sienes. Bajo el impacto que recibieron entonces ante el ímpetu de su belleza, los hombres fueron incapaces de advertir, analizándola, los no pocos defectos que esta belleza tenía. Muchas debieron ser las personas que nunca fueron capaces de este trabajo crítico. Era alta y bien formada, teniendo en cuenta generosos criterios; su piel debía de poseer el sabor de la crema fresca a la que parecía, y la boca infantil el de las fresas. Bajo la masa de los cabellos del color de la noche, llenos de suaves ondulaciones, los ojos verdes resplandecían inmóviles como los de las estatuas y, como ellos, un poco crueles. Avanzaba despacio, haciendo mover la amplia falda blanca, y poseía la calma e invencibilidad de la mujer que está segura de su belleza. Hasta muchos meses después no se supo que en el momento de su triunfal entrada había estado a punto de desvanecerse de ansiedad. Pág. 87

Una costumbre que había reanudado don Fabrizio, ya serenado, era la de la lectura por la tarde. En otoño, después del rosario, como era demasiado oscuro para salir, la familia se reunía en torno a la chimenea esperando la hora de la cena, y el príncipe, de pie, leía a los suyos las entregas de una novela moderna, y trascendía digna benevolencia por cada uno de sus poros.
Justamente aquellos eran los años durante los cuales, a través de las novelas, se iban formando esos mitos literarios que todavía hoy dominan las mentes europeas. Pero Sicilia, en parte por su tradicional impermeabilidad a lo nuevo, y en parte por su difuso desconocimiento de cualquier lengua, y en parte también, hay que decirlo, que la vejatoria censura borbónica que actuaba por medio de las aduanas, ignoraba la existencia de Dickens, de “George Eliot”, de la “Sand” y de Flaubert, incluso la de Dumas. Bien es verdad que un par de volúmenes de Balzac habían llegado subrepticiamente a las manos de don Fabrizio, que tomó sobre sí la carga de censor familiar. Los había leído y prestado luego, disgustado, a un amigo que deseaba el mal, diciendo que eran el fruto de un ingenio sin duda vigoroso pero extravagante y “con una idea fija” –hoy lo habríamos llamado monomaníaco-: juicio apresurado, como puede verse, no privado, por otra parte, de cierta agudeza. El nivel de las lecturas era, por lo tanto, más bien bajo, condicionado como estaba por el respeto a los pudores virginales de las jovencitas, por los escrúpulos religiosos de la princesa, y por el mismo sentido de la dignidad del príncipe, que se había negado enérgicamente a dejar oír “porquerías” a su familiares reunidos. Pág. 154

Mientras tanto, Tancredi escribía:
“Queridísima Angelica: he llegado, y he venido por ti. Estoy enamorado como un gato, pero también mojado como una rana, sucio como un perro perdido, y hambriento como un lobo. Apenas me haya limpiado y me considere digno de dejarme ver por la hermosa entre las hermosas, me precipitaré a tu encuentro: dentro de dos horas. Mis saludos a tus padres. A ti… nada, por ahora”. Pág. 158

Aquellos fueron los días mejores de la vida de Tancredi y de la de Angelica, vidas que hubieron de ser luego tan movidas y tan pecaminosas sobre el inevitable fondo de dolor. Pero ellos entonces no lo sabían y perseguían un porvenir que consideraban más concreto, aunque luego resultase haber estado formado solamente de humo y viento. Cuando se hicieron viejos e inútilmente prudentes, sus pensamientos volvieron a aquellos días con una insistente nostalgia: habían sido los días del deseo, presente siempre porque siempre fue vencido, de muchos lechos que se les ofrecieron y que fueron rechazados, del estímulo sensual que, precisamente por inhibido, por un instante se había sublimado en renuncia, es decir, convertido en verdadero amor. Pág. 171

Soy un representante de la vieja clase, inevitablemente comprometido con el régimen borbónico, y ligado a él por vínculos de decencia a falta de los del afecto. Pertenezco a una generación desgraciada, a caballo entre los viejos y los nuevos tiempos, y que se encuentra a disgusto con unos y con otros. Por si fuera poco, como usted no ha podido dejar de darse cuenta, no tengo ilusiones, y ¿qué haría el Senado de mí, de un legislador inexperto que carece de la facultad de engañarse a sí mismo, este requisito esencial en quien quiere guiar a los demás? Los de nuestra generación debemos retirarnos a un rincón y contemplar los brincos y cabriolas de los jóvenes en torno a este adornadísimo catafalco. Pág. 189

Chevalley pensaba:
“Este estado de cosas no durará. Nuestra administración nueva, ágil y moderna lo cambiará todo”.
El príncipe estaba deprimido:
“Todo esto no tendría que durar, pero durará siempre. El siempre de los hombres, naturalmente, un siglo, dos siglos… Y luego será distinto, pero peor. Nosotros fuimos los Gatopardos, los Leones. Quienes nos sustituyan serán chacalitos y hienas, y todos, gatopardos, chacales u ovejas, continuaremos creyéndonos la sal de la tierra”. Pág. 194

Verá, don Pietrino, los “señores”, como dice usted, no es gente fácil de entender. Viven en un universo particular que ha sido creado no directamente por Dios, sino por ellos mismos durante siglos de experiencias especialísimas, de afanes y alegrías suyas. Poseen una memoria colectiva muy poderosa, y por lo tanto se turban o se alegran por cosas que a usted y a mí nos importan un rábano, pero que para ellos son vitales porque están en relación con su patrimonio de recuerdos, de esperanzas y de temores de clase. La Divina Providencia ha querido que yo me convirtiese en una humilde partícula de la orden más gloriosa de una Iglesia sempiterna a la cual ha sido asegurada la victoria definitiva. Usted está en el extremo de la escala, y no lo digo por bajo sino por diferente. Cuando descubre una mata de orégano o un nido bien provisto de cantáridas (que también las busca, don Pietrino, que lo sé bien), está en comunicación directa con la naturaleza que el Señor ha creado con posibilidades indiferenciadas de mal y bien a fin de que el hombre pueda ejercer su libre elección, y cuando es consultado por las viejas malignas o las jovencitas anhelantes, desciende usted en el abismo de los siglos hasta las épocas oscuras que precedieron las luces del Gólgota. Pág. 203

Tampoco le gustaban las mujeres que asistían al baile. Dos o tres de aquellas viejas habían sido sus amantes y viéndolas ahora cansadas por los años y las nueras, le costaba trabajo evocar para sí su imagen de veinte años atrás, y se irritaba al pensar que había malgastado sus años mejores persiguiendo –y alcanzando- semejantes esperpentos. Pero tampoco las jóvenes le decían gran cosa, excepto un par: la jovencísima duquesa de Palma, de quien admiraba los ojos grises y la severa suavidad de su actitud, y también Tutu Lascari, de quien, si hubiera sido más joven, habría sabido extraer acordes singularísimos. Pero las otras… Era agradable que de las tinieblas de Donnafugata hubiese surgido Angelica para demostrar a los palermitanos lo que era una mujer hermosa.
No podía quitársele la razón; en aquellos años de los matrimonios entre primos, dictados por la pereza sexual y por cálculos de tierras, la escasez de proteínas en la alimentación, agravada por la abundancia de amiláceos, la falta total de aire fresco y de movimiento, habían llenado los salones de una turba de muchachitas increíblemente bajas, inverosímilmente oliváceas, insoportablemente balbucientes. Pasaban el tiempo apiñadas entre sí, lanzando sólo cariñosas invitaciones a los jovencitos asustados, destinados, por lo que parecía, a hacer de fondo de las tres o cuatro bellas criaturas que, como la rubia Maria Palma, la bellísima Eleonora Giardinelli, pasaban deslizándose como cisnes en un estanque abarrotado de renacuajos. Págs. 229, 230.

Tancredi y Angelica pasaban en aquel momento ante ellos, la diestra enguantada de él apoyada sobre la cintura de ella, los brazos tendidos y compenetrados, los ojos de cada uno fijos en los del otro. El negro frac de él, el rosa del traje de ella, entremezclados, formaban una extraña joya. Ofrecían el espectáculo más patético de todos, el de dos jovencísimos enamorados que bailan juntos, ciegos a los defectos recíprocos, sordos a las advertencias del destino, convencidos de que todo el camino de la vida será tan liso como el pavimento de aquel salón, actores ignaros a quienes un director de escena hace recitar el papel de Julieta y el de Romeo ocultando la cripta y el veneno, ya previstos en el original. Pág. 233





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