LA CHICA DEL TAMBOR (adaptación TV)

La acción arranca tras la masacre de Munich y recrea la época más activa del terrorismo palestino. Khalil, un misterioso y audaz terrorista, mantiene en jaque a los servicios secretos israelíes. El Mossad, poniendo en práctica un plan tan maquiavélico como inteligente, capta los servicios involuntarios de Charlie, una actriz inglesa de poca monta y vida bohemia. Charlie es sometida a un durísimo entrenamiento psicológico para que consiga, aun sin saberlo, lo que nadie ha conseguido: atrapar a Khalil…






Estoy loca, pensó, mientras se llevaba a la boca una temblorosa taza de café. Todo me lo hago yo. Será su doble. No debería haberme tragado ese ácido que me pasó Lucy para animarme después de la paliza que me dio Long Al. Había leído en alguna parte que la sensación de dejà vu era la consecuencia de un error de comunicación entre cerebro y vista. Pero al mirar hacia la calle por donde había venido, le distinguió sensible por igual a la vista y al intelecto, sentado en la siguiente cantina y tocado con una gorra blanca de golf muy inclinada hacia adelante para protegerse los ojos del sol, mientras leía su libro de bolsillo:
«Conversaciones con Allende», de Debray, en inglés. No hacía ni dos días que ella había pensado en comprarlo.
Ha venido por mi alma, se dijo al pasar garbosamente por delante de él a fin de demostrarle su inmunidad. Pero bueno, ¿cuándo le he prometido yo que se la iba a dar?
Aquella misma tarde, efectivamente, José tomó posiciones en la playa a menos de veinte metros del campamento de la familia; vistiendo un recatado y monástico bañador de color negro, y con una cantimplora de estaño de la que sorbía frugalmente de vez en cuando, como si el próximo oasis estuviera a un día de marcha; sin levantar la vista en ningún momento, sin prestar la mínima atención, leyendo su Debray bajo la sombra de su holgada gorra blanca de golf. Pero, eso sí, siguiendo todos los movimientos de ella (Charlie lo sabía, aunque sólo fuera por la inclinación y la quietud de su hermosa cabeza). De todas las playas que había en Mykonos, había tenido que escoger aquélla. De todos los puntos de la playa, había tenido que ir a parar a ése, en lo alto de las dunas desde donde dominaba cualquier posible acercamiento, estuviera ella nadando o yendo a buscarle a Al otra botella de retsina al merendero. Desde su elevada madriguera podía dispararle a placer, y nada podía hacer ella, en cambio, para sacarle de allí arriba. Decírselo a Long Al habría sido exponerse al ridículo y a algo peor; no tenía intención de darle esa oportunidad de oro para que la despreciara por sus fantasías recurrentes. Decírselo a otro habría sido como contárselo a Al: se habría enterado el mismo día. No tenía más solución que guardarse el secreto, y eso era lo que en el fondo quería. Por lo tanto no hizo nada, ni él tampoco, aunque ella sabía que pese a todo él estaba esperando; podía notar la paciente disciplina con que contaba las horas. Incluso tumbado como un muerto, había en su ágil cuerpo moreno una actitud de misteriosa alerta que el sol se encargaba de transmitir. A veces la tensión parecía estallar dentro de él, y se ponía en pie de un salto, se quitaba el sombrero, bajaba muy serio de su duna como un salvaje sin lanza y se zambullía sin hacer ruido, alterando apenas la superficie del agua. Ella esperaba; y seguía esperando. Se habría ahogado, sin duda. Hasta que al fin, cuando le daba definitivamente por perdido, él asomaba a lo lejos en plena bahía, nadando en un estilo libre, pausado y perfecto como si le quedaran aún kilómetros por recorrer, su negra cabeza de pelo corto reluciente como la de una foca. Cerca suyo pasaban lanchas motoras a toda velocidad, pero él no les hacía caso. Había chicas, pero su cabeza jamás se volvía a mirarlas (ella se encargaba de vigilar). Y después del baño, su lenta y metódica sucesión de ejercicios gimnásticos antes de volver a ponerse la gorra de golf y seguir con su lectura de Allende y Debray.
¿Quién es su dueño?, se preguntaba ella impotente. ¿Quién escribe su papel, quién le dirige? Págs. 60, 61.


—Gracias —dijo ella por fin.
Aproximándose a él, le agarró la cabeza con ambas manos y le dio un beso en la boca, un beso que duró meses, primero sin lengua y luego apasionado, inclinando la cabeza e inspeccionando su cara mientras tanto, como para medir el efecto de su trabajo, y esta vez sí estuvieron abrazados el tiempo suficiente para que ella pudiera decir: definitivamente, sí, funciona.
—Gracias, José —repitió, pero él se había echado hacia atrás. Su cabeza se zafó del apretón de ella, sus manos le dejaron libres los brazos, devolviéndolos a sus costados. Sorprendentemente, la había dejado sin nada.
Perpleja y casi colérica, se quedó mirando aquella cara de inmóvil centinela a la luz de la luna. En su época, ella calculaba haberlos conocido de todas clases. Los gays de salón que simulaban hasta que se echaban a llorar. Los demasiado mayores para ser vírgenes, acosados por imaginarios nubarrones de impotencia. Los aspirantes a Don Juan y los folladores ficticios que se retiraban a la hora de la verdad súbitamente tímidos o conscientes. Y había habido en ella suficiente ternura de verdad para hacer de madre, de hermana o de lo otro y establecer un vínculo con todos ellos. Pero en José, mientras clavaba la vista en las ensombrecidas cuencas de sus ojos, notaba una renuncia que nunca había conocido. No era que él careciese de deseo o que le faltara capacidad. Ella era una actriz lo bastante veterana para no interpretar erróneamente la tensión y la confianza de su abrazo. Era más bien como si el objetivo de él estuviera mucho más allá de ella, y como si al contenerse intentara decirle justamente eso.
—¿Debo darte las gracias otra vez? —preguntó.
Él la siguió mirando en silencio y luego levantó la muñeca y consultó el reloj de oro a la luz de la luna.
—Creo que como nos queda muy poco tiempo lo mejor es que te enseñe algunos de los templos que hay por aquí. ¿Te importa que te dé la lata?
En el extraordinario vacío que se había abierto entre los dos, él contaba con que ella toleraría su visión de la abstinencia.
—Mira, José, quiero saberlo todo —afirmó ella, colgándose de su brazo y tirando de él como si fuera un trofeo—. Quién lo construyó, con cuánto dinero, a quién estaba dedicado y si surtió efecto. Puedes darme la lata hasta que la muerte nos separe. Pág. 103.






Prefacio

Muchos palestinos e israelíes han contribuido con su ayuda y su tiempo a la redacción de este libro. Entre los israelíes, he de mencionar especialmente a mis buenos amigos Yuval Elizur de Ma'ariv y su esposa Judy, quienes leyeron el manuscrito sin meterse con mis opiniones, por erróneas que fueran, y me apartaron de ciertos graves solecismos que ahora prefiero olvidar.
Otros israelíes —en concreto, varios funcionarios retirados o en activo del gremio de los servicios de información— merecen también mi agradecimiento por sus consejos y su cooperación. Tampoco ellos me pidieron ningún tipo de garantía y supieron respetar escrupulosamente mi independencia. Pienso con especial gratitud en el general Shlomo Gazit, antiguo comandante en jefe del espionaje militar y actual rector de la Universidad Ben Gurión del Néguev en Beer Sheva, quien será siempre para mí la encarnación del soldado e intelectual israelí de su generación. Pero hay otros a quienes no puedo mencionar.
Asimismo, debo expresar mi agradecimiento al alcalde de Jerusalén, Teddy Kollek, por su hospitalidad en Mishkenot Sha'ananim; al legendario matrimonio Vester, del hotel American Colony de Jerusalén; a los propietarios y personal del hotel Commodore de Beirut, por hacer posible lo que era humanamente imposible, y a Abu Said Abu Rish, decano de los periodistas beirutíes, por la generosidad de su asesoramiento, que me brindó sin conocer mis intenciones.
De los palestinos, algunos han muerto, otros han caído prisioneros y el resto está en su mayor parte disperso y sin hogar. De los guerrilleros que cuidaron de mí en el piso de Sidón y charlaron conmigo en los huertos de mandarinos, así como de los refugiados —indómitos por más que machacados por las bombas— de los campos de Rashidiyeh y Nabatiyeh, me temo que su destino haya sido poco diferente del de sus homólogos de ficción.
Quien fuera mi anfitrión en Sidón, el comandante militar palestino Salah T'amari, merecería un libro entero dedicado a su figura, y espero que él lo escriba algún día. Por el momento, quede constancia aquí de su valor y de mi agradecimiento a él y sus ayudantes por haberme mostrado el corazón de Palestina.
El teniente coronel John Gaff me puso al corriente de los banales horrores de las bombas caseras y se aseguró de que yo no pudiera suministrar inadvertidamente a nadie la fórmula para su fabricación; por último, Mr. Jeremy Cornwallis, de Alan Day Ltd. Finchley, se encargó de darle un repaso profesional a mi Mercedes rojo.

JOHN LE CARRÉ 
Julio de 1982

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