LA EDAD DE LA INOCENCIA (adaptación)
LA EDAD DE LA
INOCENCIA
EDITH WHARTON
RBA, Barcelona, 2003
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Mrs. Archer era viuda desde hacía muchos años y vivía
con su hijo y su hija en la calle Veintiocho Oeste. El piso alto era ocupado
por Newland, y las dos mujeres se apretujaban en las estrechas habitaciones de
la planta baja. En medio de una serena armonía de gustos e intereses, madre e
hija cultivaban helechos en macetas, hacían encaje macramé y bordados de lana
en lino; coleccionaban loza vidriada de la época de la revolución americana,
estaban suscritas a Good Words, y leían las novelas de Ouida por su ambiente
italiano. (Preferían aquellas sobre la vida campesina, por sus descripciones
del paisaje y la calidad de los sentimientos, aunque generalmente les gustaban las
novelas acerca de la gente de sociedad, cuyas motivaciones y costumbres les
eran más comprensibles; criticaban severamente a Dickens, que “nunca describió
a un caballero”, y consideraban que Thackeray estaba fuera de su elemento entre
el gran mundo en comparación con Bulwer, a quien, sin embargo, se empezaba a
considerar pasado de moda). Mrs. Archer y su hija eran amantes del paisaje. Era
lo que más buscaban y admiraban en sus ocasionales viajes al extranjero;
consideraban la arquitectura y la pintura más apropiadas para hombres, especialmente
para personas letradas que leían a Ruskin. Pág. 34
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Todas estas
cosas pasaban por la mente de Newland Archer una semana más tarde, mirando a la
condesa Olenska entrar en el salón de los Van der Luyden la noche de la
trascendental cena. La ocasión era solemne, y se preguntaba un poco nervioso si
Ellen saldría airosa. Ella llegó un poco tarde, una mano todavía sin guante, y
abrochando un brazalete en su muñeca; sin embargo entró sin aparentar prisa ni
turbación en un salón en que se había reunido sumisamente el grupo más selecto
de Nueva York. Se detuvo en la mitad de la sala, miró a su alrededor con la
boca seria y los ojos sonrientes; y en aquel instante Newland Archer rechazó el
veredicto general acerca de su belleza. Era cierto que había perdido su
esplendor de antaño. Las sonrosadas mejillas habían palidecido; estaba delgada,
cansada, envejecida para su edad, unos treinta años. Pero tenía la misteriosa
autoridad de la belleza, una seguridad en la postura de la cabeza y el
movimiento de los ojos que, sin ser para nada teatral, le llamó la atención por
ser extremadamente diestro y consciente de su poder. Al mismo tiempo, sus
modales eran más sencillos que los de la mayoría de las señoras presentes, y
mucha gente (según le oyó después a Janey) se desilusionó de que su apariencia
no tuviera más “estilo” –pues el estilo era lo que Nueva York más valoraba. Era
quizás, reflexionó Archer, porque había desaparecido su vivacidad de la
infancia; porque era tan serena en sus movimientos y en las tonalidades de su
voz baja. Nueva York esperaba algo muchísimo más resonante en una mujer joven
con semejante historia. Pág. 57
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