SS-GB (adaptación TV)
SS-GB 1941: Los nazis
en Gran Bretaña
Len Deighton
Editorial Bruguera,
Barcelona, 1980
La tienda de antigüedades era una entre centenares surgidas
después de los bombardeos y de la huida de refugiados desde Kent y Surrey
durante las semanas de cruenta lucha en ese sector. Con el marco alemán
cotizado a precios inusitadamente altos, las fuerzas de ocupación estaban
enviando antigüedades a Alemania en vagones de ferrocarril repletos. Los
comerciantes prosperaban con este negocio, pero no era necesario tomar lecciones
de economía para ver de qué manera se drenaba del país toda su riqueza.
Había algunas piezas de moblaje de gran valor en la tienda.
Douglas se preguntó cuántas habrían sido legalmente adquiridas y cuántas
saqueadas de las casas abandonadas. Era obvio que el dueño conservaba sus
antigüedades guardándolas en los departamentitos de los pisos altos y a la vez
el hecho de tenerlas allí le permitía justificar los altos alquileres.
La visitante ocupaba una elegante silla de estilo Windsor.
Era muy bonita: frente ancha, pómulos altos y un rostro redondeado con una boca
perfecta que sonreía con facilidad. Era alta, de piernas largas y brazos
esbeltos.
-
Ahora puede ser que llegue alguien y me responda sin
rodeos. – La voz era norteamericana y mientras hablaba metió la mano en una
amplia bolsa de cuero y sacó de ella un pasaporte de los Estados Unidos, que
agitó delante de Douglas.
Douglas hizo un gesto
comprensivo. Por un instante había quedado hechizado. Era la mujer más
apetecible que había visto nunca.
-
¿En qué puedo servirla, señora? –preguntó.
-
Señorita –le corrigió ella-. En mi país no nos agrada
que nos confundan con señoras. Hay muchas clases de señoras –dijo,
aparentemente divertida por haberle puesto incómodo. Sonreía de ese modo
característico en las mujeres muy ricas y muy hermosas.
-
¿En qué puedo ayudarla, señorita?
Vestía un traje sastre de lana rosa. Su corte severo y
práctico le daba un sello indudablemente norteamericano. En cualquier parte
habría llamado la atención pero en aquella ciudad sucia de guerra, entre tanta
gente con uniformes que no quedaban bien o con ropas adaptadas de viejos
uniformes, la ponía en evidencia como una visitante sumamente próspera. Tenía
colgada del hombro una flamante cámara Rolleiflex. Los alemanes las vendían
libres de impuestos a los miembros de las fuerzas armadas y a cualquiera
dispuesto a pagarlas en dólares estadounidenses.
-
Me llamo Bárbara Barga. Escribo una columna que aparece
en cuarenta y dos diarios y revistas de mi país. El agregado de la Embajada de
Alemania en Washington me ofreció un pasaje para el vuelo inaugural de la
Lufthansa desde Nueva York hasta Londres el mes pasado. Dije que sí y aquí
estoy. Págs. 26-28.
Mientras el Tatler,
Queen y otras revistas de modas con fotografías ilustraban la forma en que
la nobleza y sus clases altas de Gran Bretaña celebraban sus bodas y
presentaciones en sociedad con refrigerios de queso y cerveza de manufactura
casera, surgía una nueva clase de hombres de los escombros de la derrota.
Shetland, el aristócrata de mirada cruel, y Sydney Garin, ex armenio, eran
típicos exponentes de los nuevos superacomodados. También lo ilustraba su
nómina de invitados.
-
Buenas noches, Douglas –le recibió Garin en el salón
principal de la mansión.
-
Buenas noches, señor Garin, buenas noches, señora
Garin-
La mujer de Garin, una mujercita
insignificante con el pecho cubierto de perlas y diamantes y con el pelo con
una permanente muy rizada, sonrió como si estuviese contenta de que hubiesen
reparado en ella. También estaba allí su hijo, que sonreía con aire cortés a
cada recién llegado. Pág. 97.
Douglas se volvió y se encontró delante de Bárbara Barga.
Vestía un magnífico vestido largo de seda gris con el corpiño de encaje.
-
Hola, señorita Barga. Qué sorpresa agradable.
-
Bien podría elogiar el vestido. Es de Schiaparelli, de
París, y me costó tres meses de sueldo. No es mucho pedir uno o dos elogios.
-
Me ha dejado mudo.
-
Se repone pronto, inspector –dijo ella riendo. Era
especialmente bonita cuando reía. Págs. 101, 102.
Era sumamente seductora. Esa noche el cuerpo suave y joven,
la mente ágil y la hermosa sonrisa de Bárbara despertaron en Douglas ideas que
hacía mucho que dormían. El pelo de ella, limpio y perfumado, se agitaba contra
su mejilla y Douglas la apretó contra sí. De pronto ella volvió la cabeza y le
dirigió una sonrisa tímida.
-
Douglas –le dijo en voz baja-. No te vayas a casa sin
mí, por favor. Pág. 103.
El automóvil se dirigía hacia Belgrave.
-
No vamos en dirección a Dorchester –señaló.
-
¿Tienes que ser policía las veinticuatro horas del día?
Alquilé una casita cerca de Belgrave Square. Es de una amiga que volvió a
Missouri por tres meses y no quería dejarla desocupada. ¿Sabes que tuvieron
catorce robos en tres meses en esa callecita cortada?
-
Bien, no me consideres personalmente responsable por
todos los crímenes que se registran en Londres –respondió Douglas con una total
falta de tacto. Siempre había actuado así cuando era joven. Las mujeres a
quienes más deseaba eran las que ofendía y con ellas actuaba más como un tonto
que con otras. Pág. 119.
Bárbara sonrió. Por un instante Douglas vio en ella a la
niñita que había sido alguna vez, llena de orgullo y alegría ante una palabra
de elogio. Le encantaba esa niñita y también la mujer inteligente y hermosa en
que se había convertido. Por primera vez, osó imaginar que quizá ella sintiera
la misma atracción hacia él. Pág. 120.
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