THE HOT ZONE (adaptación TV)

 


Un virus “caliente” procedente del bosque húmedo sobrevive a las veinticuatro horas de vuelo que tarda un avión en llegar a cualquier ciudad del planeta. Todas las ciudades de la Tierra están conectadas por una maraña de rutas aéreas. La maraña es una red articulada. Una vez que un virus entra en esta red, puede llegar a cualquier parte en un día: a París, a Tokio, a Nueva York, a Los Ángeles, adondequiera que vayan los aviones. Charles Monet y la forma de vida que llevaba en su interior habían entrado en la red. Pág. 42

 

En realidad, el Ébola no había abierto todavía ninguna brecha decisiva, irreversible, en la especie humana, pero parecía estar a punto de hacerlo. Había ido apareciendo en microbrotes en diversos lugares de África. Lo preocupante era que los microbrotes se transformaran en una inundación imparable. Si el virus mataba a nueve de cada diez personas infectadas, y no había vacuna ni cura conocida, a la vista estaba lo que podía pasar. Y podía pasar a escala mundial. Podía surgir de repente y suponer una amenaza para la especie humana. A Johnson le gustaba decir que no sabemos lo que ha hecho el Ébola en el pasado ni lo que puede hacer en el futuro. El Ébola era impredecible. Podía aparecer una cepa serófila y extenderse por todo el mundo en seis semanas, lo mismo que la gripe, matando entre un tercio y nueve décimas partes de la población humana del globo, o bien podía seguir siendo eternamente un depredador oculto y situado en los márgenes que sólo se cobraba unas pocas víctimas cada vez. Pág. 80

 

Un virus es un parásito. No puede vivir por sí mismo. Sólo se autorreproduce dentro de una célula. Todos los seres vivos llevan virus dentro de las células. Todos los hongos y bacterias están habitados por virus que en ocasiones los destruyen. Es decir, las enfermedades tienen sus propias enfermedades. Para poder replicarse, el virus debe disponer de una célula donde hacerlo; si no, morirá. Utiliza para sobrevivir el material y la energía de la célula. Hace copias de sí mismo en el interior de la célula, hasta que al final la célula está atiborrada de virus y revienta, con lo que los virus se desparraman fuera de la célula rota. O bien los virus se incrustan en la pared celular y producen algo parecido al goteo de una grifo –gota, gota, gota, copia, copia, copia-, que es como funciona el virus del sida. El grifo va goteando hasta que agota la célula, consumida y destruida. Si destruye el suficiente número de células, el anfitrión muere. El virus no “quiere” destruir a su anfitrión. No es lo que más le interesa, puesto que entonces también muere el virus, salvo que pueda salir a tiempo del anfitrión moribundo para pasar a otro anfitrión. Pág. 97

 

Los virus pueden parecer vivos cuando se multiplican, pero en otro sentido están evidentemente muertos, sólo son máquinas, máquinas sutiles con toda seguridad, pero seres estrictamente mecánicos, no más vivos que un martillo neumático. Los virus son tiburones moleculares, un móvil sin conciencia. Compactos, duros, lógicos, absolutamente egoístas, los virus se dedican a producir copias de sí mismos, lo cual hacen en ocasiones a una velocidad prodigiosa. Su directriz por excelencia es replicarse.

Los virus son demasiado pequeños para verse. He aquí un modo de hacerse una idea del tamaño de un virus. Pensemos en la isla de Manhattan reducida a este tamaño:

 

                                                              ⚫                          

 

Este Manhattan podría contener con toda facilidad nueve millones de virus. Ampliando este Manhattan lleno de virus veríamos sus pequeñas figuras apretujadas como la muchedumbre que va a comer por la Quinta Avenida. Cien millones de virus cristalizados de la polio cabrían en le punto y seguido con que acaba esta frase. Podría haber trescientos estadios olímpicos llenos de virus instalados en ese punto, la población conjunta de Gran Bretaña y Francia, y no nos enteraríamos nunca. Pág. 98

 

Contaron los días transcurridos desde la exposición. Habían pasado diez desde que destaparan el frasquito e inhalaran lo que tal vez fuese perfumada esencia de Marburgo. Mañana sería el día undécimo. El reloj tictaqueaba. Estaban en período de incubación. ¿Qué iban a hacer? ¿Qué harían con sus familias?

Sabían lo que haría el coronel Peters en caso de que descubriese que habían olfateado el frasquito con Marburgo. Los enviaría a la Trena, el hospital de biocontención de Nivel 4. Tendría que hacerlo. Acabarían en la Trena, detrás de esclusas neumáticas y dobles puertas de acero, atendidos por enfermeras y médicos con traje espacial. Un mes en la Trena, mientras los médicos se cernían sobre ellos en traje espacial extrayendo muestras de sangre y aguardando el momento de reventar.

Las puertas de la Trena siempre permanecían cerradas, el aire se mantenía a presión negativa y las llamadas telefónicas estaban controladas, porque la gente sufría colapsos nerviosos dentro de la Trena e intentaba escaparse. Comenzaban a ceder al cansancio a la segunda semana. Pasaban a estar clínicamente deprimidos. No comunicativos. Se quedaban mirando las paredes, sin hablar, pasivos, sin siquiera ver la televisión. Unos se volvían agitados y temerosos. Otros necesitaban tener constantemente un gotero de Valium en el brazo para que no aporrearan las paredes, no destrozaran las mirillas de las puertas ni hicieran picadillo el instrumental médico. Aguardaban en la cola de la muerte encerrados en solitario, esperando las fiebres que los inutilizarían, los horribles dolores en los órganos internos, los ataques cerebrales y, por último, el final de la partida, con los súbitos, sorprendentes e incontrolables borbotones de sangre. Casi todos alegaban en voz alta que no habían estado expuestos a nada. Negaban que algo pudiera estar mal en su cuerpo y por regla general nada les iba mal, desde el punto de vista físico, durante su estancia en la Trena, y salían sanos. La parte mental era otra historia. En la Trena se volvían paranoicos, convencidos de que la burocracia militar se había olvidado de ellos y los había dejado allí para que se pudrieran. Cuando salían, estaban desorientados. Emergían por la puerta de la esclusa neumática, pálidos, temblorosos, inseguros, vacilantes, enfadados con el ejército y enfadados consigo mismos. Las enfermeras, por darles ánimos, les regalaban una tarta de cumpleaños tachonada de tantas velitas como días hubiesen pasado en la Trena. Parpadeaban confundidos y aterrorizados ante las velas encendidas de la tarta. En algunas tartas no cabían las velas. Un individuo estuvo encerrado en la Trena durante cuarenta y dos días. Cuarenta y dos velas en la tarta. Págs. 201, 202.

 

Se preguntó por el sida. ¿Qué habría ocurrido si alguien hubiese reparado en el sida cuando comenzó a extenderse? Había aparecido sin previo aviso, clandestinamente, y cuando reparamos en su existencia ya era demasiado tarde. Sólo con que hubiéramos tenido un buen centro de investigación en África durante los años setenta podríamos haberlo visto salir del cascarón en la selva; podríamos haberlo parado o, por lo menos, hacerle avanzar más despacio; podríamos haber sido capaces de salvar como mínimo cien millones de vidas. Como mínimo. Pág. 232

 

Un antiguo proverbio del universo de la biocontención dice: nunca se sabe si se ha exterminado la vida. La vida sobrevive prácticamente a cualquier devastación. La esterilización total e inequívoca es extremadamente difícil en la práctica y casi imposible de verificar una vez que se ha conseguido en teoría. No obstante, una cocción Sunbeam que se prolongue tres días y extermine a todos los bacilos Níger constituye un éxito. La casa de los monos había sido esterilizada. Se había plantado cara al Ébola. Durante un breve tiempo, hasta que la vida se restableciera sola, la Unidad de Reston para Primates en Cuarentena sería el único edificio del mundo donde no hubiera nada vivo, absolutamente nada. Pág. 337

 

La aparición del sida, del Ébola y de otros agentes originarios del bosque húmedo parece ser consecuencia natural de la destrucción de la biosfera tropical. Los virus emergentes salen a la superficie desde las partes ecológicamente más amenazadas. Muchos provienen de los bordes accidentados del bosque húmedo tropical o de la sabana que está siendo rápidamente colonizada por lo hombres. Los bosques húmedos tropicales son las mayores reservas de vida del planeta y contienen la mayor parte de las especies vegetales y animales. Los bosques húmedos también son las mayores reservas de virus, puesto que todos los seres vivos transportan virus. Cuando los virus salen de un ecosistema tienden a propagarse en forma de onda entre la población humana, como ecos de una biosfera agonizante. He aquí los nombres de algunos de virus emergentes: Lassa. Rift-Valley. Oropouche. Rocío. Q. Guanarito. VEE. Monkeypox. Dengue. Chikungunya. Hantavirus. Machupo. Junin. Las cepas Mokolo y Duvenhage, similares a la rabia. Le Dandec. El virus cerebral de la selva de Kyasanur. El VIH, que es en buena medida un virus emergente, puesto que su penetración en la especie humana es cada vez más rápida, sin que se le vea final. El agente de la selva de Semliki. Crimen-Congo. Sindbis. O’nyong nyong. São Paulo innominado. Marburgo. Ebola Sudán. Ebola Zaire. Ebola Reston.

En cierto modo, la Tierra reacciona inmunológicamente contra la especie humana. Está comenzando a reaccionar contra el parásito humano, contra la creciente infección de personas, contra los puntos muertos de cemento que hay por todo el planeta, los cancerosos vertederos de Europa, Japón y Estados Unidos, atiborrados de primates que se replican, colonias que crecen, se extienden y amenazan con producir extinciones masivas en la biosfera. Tal vez a la biosfera no le “guste” que haya cinco millones de seres humanos. Págs. 384, 385.

 

THE HOT ZONE

Richard Preston

Círculo de Lectores, Barcelona, 1994








Comentarios

Entradas populares de este blog

EN SUS ZAPATOS poema del film

SEX AND THE CITY poema del film

ACTO DE VALOR poema del film