REBELIÓN EN LA GRANJA (adaptación)
REBELIÓN EN LA GRANJA
GEORGE ORWELL
Título original: Animal farm, 1945
Editorial Booket
Este libro fue pensado hace bastante tiempo. Su idea central
data de 1937, pero su redacción no quedó terminada hasta finales
de 1943. En la época en que se escribió, era obvio que encontraría
grandes dificultades para editarse (a pesar de que la escasez de
libros existentes garantizaba que cualquier volumen impreso se
vendería) y, efectivamente, el libro fue rechazado por cuatro
editores. Tan sólo uno de ellos lo hizo por motivos ideológicos;
otros dos habían publicado libros antirrusos durante años y el
cuarto carecía de ideas políticas definidas. Uno de ellos estaba
decidido a lanzarlo pero, después de un primer momento de
acuerdo, prefirió consultar con el Ministerio de Información que, al
parecer, le había avisado y hasta advertido severamente sobre su
publicación. He aquí un extracto de una carta del editor, en relación
con la consulta hecha:
«Me refiero a la reacción que he observado en un importante
funcionario del Ministerio de Información con respecto a Rebelión
en la granja. Tengo que confesar que su opinión me ha dado
mucho que pensar... Ahora me doy cuenta de cuán peligroso puede
ser el publicarlo en estos momentos porque, si la fábula estuviera
dedicada a todos los dictadores y a todas las dictaduras en general,
su publicación no estaría mal vista, pero la trama sigue tan
fielmente el curso histórico de la Rusia de los Soviets y de sus dos
dictadores que sólo puede aplicarse a aquel país, con exclusión de
cualquier otro régimen dictatorial. Y otra cosa: sería menos ofensiva
si la casta dominante que aparece en la fábula no fuera la de los
cerdos[1]. Creo que la elección de estos animales puede ser ofensiva
y de modo especial para quienes sean un poco susceptibles, como
es el caso de los rusos.»
Asuntos de esta clase son siempre un mal síntoma. Como es
obvio, nada es menos deseable que un departamento ministerial
tenga facultades para censurar libros (excepción hecha de aquellos
que afecten a la seguridad nacional, cosa que, en tiempo de guerra,
no puede merecer objeción alguna) que no estén patrocinados
oficialmente. Pero el mayor peligro para la libertad de expresión y
de pensamiento no proviene de la intromisión directa del
Ministerio de Información o de cualquier organismo oficial. Si los
editores y los directores de los periódicos se esfuerzan en eludir
ciertos temas no es por miedo a una denuncia: es porque le temen a
la opinión pública. En este país, la cobardía intelectual es el peor
enemigo al que han de hacer frente periodistas y escritores en
general. Es éste un hecho grave que, en mi opinión, no ha sido
discutido con la amplitud que merece.
Cualquier persona cabal y con experiencia periodística tendrá
que admitir que, durante esta guerra, la censura oficial no ha sido
particularmente enojosa. No hemos estado sometidos a ningún tipo
de «orientación» o «coordinación» de carácter totalitario, cosa que
hasta hubiera sido razonable admitir, dadas las circunstancias. Tal
vez la prensa tenga algunos motivos de queja justificados pero, en
conjunto, la actuación del gobierno ha sido correcta y de una clara
tolerancia para las opiniones minoritarias. El hecho más lamentable
en relación con la censura literaria en nuestro país ha sido
principalmente de carácter voluntario. Las ideas impopulares, según
se ha visto, pueden ser silenciadas y los hechos desagradables
ocultarse sin necesidad de ninguna prohibición oficial. Cualquiera
que haya vivido largo tiempo en un país extranjero podrá contar
casos de noticias sensacionalistas que ocupaban titulares y
acaparaban espacios incluso excesivos para sus méritos. Pues bien,
estas mismas noticias son eludidas por la prensa británica, no
porque el gobierno las prohíba, sino porque existe un acuerdo
general y tácito sobre ciertos hechos que «no deben» mencionarse.
Esto es fácil de entender mientras la prensa británica siga tal como
está: muy centralizada y propiedad, en su mayor parte, de unos
pocos hombres adinerados que tienen muchos motivos para no ser
demasiado honestos al tratar ciertos temas importantes. Pero esta
misma clase de censura velada actúa también sobre los libros y las
publicaciones en general, así como sobre el cine, el teatro y la radio.
Su origen está claro: en un momento dado se crea una ortodoxia,
una serie de ideas que son asumidas por las personas bienpensantes
y aceptadas sin discusión alguna. No es que se prohíba
concretamente decir «esto» o «aquello», es que «no está bien»
decir ciertas cosas, del mismo modo que en la época victoriana no
se aludía a los pantalones en presencia de una señorita. Y
cualquiera que ose desafiar aquella ortodoxia se encontrará
silenciado con sorprendente eficacia. De ahí que casi nunca se haga
caso a una opinión realmente independiente ni en la prensa popular
ni en las publicaciones minoritarias e intelectuales.
En este instante, la ortodoxia dominante exige una admiración
hacia Rusia sin asomo de crítica. Todo el mundo está al cabo de la
calle de este hecho y, por consiguiente, todo el mundo actúa en
consonancia. Cualquier crítica seria al régimen soviético, cualquier
revelación de hechos que el gobierno ruso prefiera mantener
ocultos, no saldrá a la luz. Y lo peor es que esta conspiracion
nacional para adular a nuestro aliado se produce a pesar de unos
probados antecedentes de tolerancia intelectual muy arraigados
entre nosotros. Y así vemos, paradójicamente, que no se permite
criticar al gobierno soviético, mientras se es libre de hacerlo con el
nuestro. Será raro que alguien pueda publicar un ataque contra
Stalin, pero es muy socorrido atacar a Churchill desde cualquier
clase de libro o periódico. Y en cinco años de guerra —durante dos
o tres de los cuales luchamos por nuestra propia supervivencia— se
escribieron incontables libros, artículos y panfletos que abogaban,
sin cortapisa alguna, por llegar a una paz de compromiso, y todos
ellos aparecieron sin provocar ningún tipo de crítica o censura.
Mientras no se tratase de comprometer el prestigio de la Unión
Soviética, el principio de libertad de expresión ha podido
mantenerse vigorosamente. Es cierto que existen otros temas
proscritos, pero la actitud hacia la URSS es el síntoma más
significativo. Y tiene unas características completamente
espontáneas, libres de la influencia de cualquier grupo de presión.
El servilismo con el que la mayor parte de la intelligentsia
británica se ha tragado y repetido los tópicos de la propaganda rusa
desde 1941 sería sorprendente, si no fuera porque el hecho no es
nuevo y ha ocurrido ya en otras ocasiones. Publicación tras
publicación, sin controversia alguna, se han ido aceptando y
divulgando los puntos de vista soviéticos con un desprecio
absoluto hacia la verdad histórica y hacia la seriedad intelectual.
Por citar sólo un ejemplo: la BBC celebró el XXV aniversario de la
creación del Ejército Rojo sin citar para nada a Trotsky, lo cual fue
algo así como conmemorar la batalla de Trafalgar sin hablar de
Nelson. Y, sin embargo, el hecho no provocó la más mínima
protesta por parte de nuestros intelectuales. En las luchas de la
Resistencia de los países ocupados por los alemanes, la prensa
inglesa tomó siempre partido al lado de los grupos apoyados por
Rusia, en tanto que las otras facciones eran silenciadas (a veces con
omisión de hechos probados) con vistas a justificar esta postura. Un
caso particularmente demostrativo fue el del coronel Mijáilovich,
líder de los chetniks yugoslavos. Los rusos tenían su propio
protegido en la persona del mariscal Tito y acusaron a Mijáilovich
de colaboración con los alemanes. Esta acusación fue
inmediatamente repetida por la prensa británica. A los partidarios
de Mijáilovich no se les dio oportunidad alguna para responder a
estas acusaciones e incluso fueron silenciados hechos que las
rebatían, impidiendo su publicación. En julio de 1943 los alemanes
ofrecieron una recompensa de 100.000 coronas de oro por la
captura de Tito y otra igual por la de Mijáilovich. La prensa inglesa
resaltó mucho lo ofrecido por Tito, mientras sólo un periódico (y en
letra menuda) citaba la ofrecida por Mijáilovich. Y, entre tanto, las
acusaciones por colaboracionismo eran incesantes... Hechos muy
similares ocurrieron en España durante la Guerra Civil. También
entonces los grupos republicanos a quienes los rusos habían
decidido eliminar fueron acusados entre la indiferencia de nuestra
prensa de izquierdas; y cualquier escrito en su defensa, aunque
fuera una simple carta al director, vio rechazada su publicación. En
aquellos momentos no sólo se consideraba reprobable cualquier
tipo de crítica hacia la URSS, sino que incluso se mantenía secreta.
Por ejemplo: Trotsky había escrito poco antes de morir una
biografía de Stalin. Es de suponer que, si bien no era una obra
totalmente imparcial, debía ser publicable y, en consecuencia,
vendible. Un editor americano se había hecho cargo de su
publicación y el libro estaba ya en prensa. Creo que habían sido ya
corregidas las pruebas, cuando la URSS entró en la guerra mundial.
El libro fue inmediatamente retirado. Del asunto no se dijo ni una
sola palabra en la prensa británica, aunque la misma existencia del
libro y su supresión eran hechos dignos de ser noticia.
Creo que es importante distinguir entre el tipo de censura que
se imponen voluntariamente los intelectuales ingleses y la que
proviene de los grupos de presión. Como es obvio, existen ciertos
temas que no deben ponerse en tela de juicio a causa de los
intereses creados que los rodean. Un caso bien conocido es el
tocante a los médicos sin escrúpulos. También la Iglesia Católica
tiene considerable influencia en la prensa, una influencia capaz de
silenciar muchas críticas. Un escándalo en el que se vea mezclado
un sacerdote católico es algo a lo que nunca se dará publicidad,
mientras que si el mismo caso ocurre con uno anglicano, es muy
probable que se publique en primera página, como ocurrió con el
caso del rector de Stiffkey. Asimismo, es muy raro que un
espectáculo de tendencia anticatólica aparezca en nuestros
escenarios o en nuestras pantallas. Cualquier actor puede atestiguar
que una obra de teatro o una película que se burle de la Iglesia
Católica se exponen a ser boicoteados desde los periódicos y
condenados al fracaso. Pero esta clase de hechos son comprensibles
y además inofensivos. Toda gran organización cuida de sus
intereses lo mejor que puede y, si ello se hace a través de una
propaganda descubierta, nada hay que objetar. Uno no debe esperar
que el Daily Worker publique algo desfavorable para la URSS, ni
que el Catholic Herald hable mal del Papa. Esto no puede extrañar
a nadie, pero lo que sí es inquietante es que, dondequiera que
influya la URSS con sus especiales maneras de actuar, sea imposible
esperar cualquier forma de crítica inteligente ni honesta por parte de
escritores de signo liberal inmunes a todo tipo de presión directa
que pudiera hacerles falsear sus opiniones. Stalin es sacrosanto y
muchos aspectos de su política están por encima de toda discusión.
Es una norma que ha sido mantenida casi universalmente desde
1941 pero que estaba orquestada hasta tal punto, que su origen
parecía remontarse a diez años antes. En todo aquel tiempo las
críticas hacia el régimen soviético ejercidas desde la izquierda
tenían muy escasa audiencia. Había, sí, una gran cantidad de
literatura antisoviética, pero casi toda procedía de zonas
conservadoras y era claramente tendenciosa, fuera de lugar e
inspirada por sórdidos motivos. Por el lado contrario hubo una
producción igualmente abundante, y casi igualmente tendenciosa,
en sentido pro ruso, que comportaba un boicot a todo el que tratara
de discutir en profundidad cualquier cuestión importante.
Desde luego que era posible publicar libros antirrusos, pero
hacerlo equivalía a condenarse a ser ignorado por la mayoría de los
periódicos importantes. Tanto pública como privadamente se vivía
consciente de que aquello «no debía» hacerse y, aunque se
arguyera que lo que se decía era cierto, la respuesta era tildarlo de
«inoportuno» y «al servicio de» intereses reaccionarios. Esta
actitud fue mantenida apoyándose en la situación internacional y
en la urgente necesidad de sostener la alianza anglorrusa; pero
estaba claro que se trataba de una pura racionalización. La gran
mayoría de los intelectuales británicos había estimulado una lealtad
de tipo nacionalista hacia la Unión Soviética y, llevados por su
devoción hacia ella, sentían que sembrar la duda sobre la sabiduría
de Stalin era casi una blasfemia. Acontecimientos similares
ocurridos en Rusia y en otros países se juzgaban según distintos
criterios. Las interminables ejecuciones llevadas a cabo durante las
purgas de
pasado su vida oponiéndose a la pena capital, del mismo modo que,
si bien no había reparo alguno en hablar del hambre en la India, se
silenciaba la que padecía Ucrania. Y si todo esto era evidente antes
de la guerra, esta atmósfera intelectual no es, ahora, ciertamente
mejor. Volviendo a mi libro, estoy seguro de que la reacción que
provocará en la mayoría de los intelectuales ingleses será muy
simple: «No debió ser publicado». Naturalmente, estos críticos,
muy expertos en el arte de difamar, no lo atacarán en —el terreno
político, sino en el intelectual. Dirán que es un libro estúpido y
tonto y que su edición no ha sido más que un despilfarro de papel.
Y yo digo que esto puede ser verdad, pero no «toda la verdad» del
asunto. No se puede afirmar que un libro no debe ser editado tan
sólo porque sea malo. Después de todo, cada día se imprimen
cientos de páginas de basura y nadie le da importancia. La
intelligentsia británica, al menos en su mayor parte, criticará este
libro porque en él se calumnia a su líder y con ello se perjudica la
causa del progreso. Si se tratara del caso inverso, nada tendrían que
decir aunque sus defectos literarios fueran diez veces más patentes.
Por ejemplo, el éxito de las ediciones del Left Book Club durante
cinco años demuestra cuán tolerante se puede llegar a ser en cuanto
a la chabacanería y a la mala literatura que se edita, siempre y
cuando diga lo que ellos quieren oír.
El tema que se debate aquí es muy sencillo: ¿Merece ser
escuchado todo tipo de opinión, por impopular que sea? Plantead
esta pregunta en estos términos y casi todos los ingleses sentirán
que su deber es responder: «Sí». Pero dadle una forma concreta y
preguntad: ¿Qué os parece si atacamos a Stalin? ¿Tenemos derecho
a ser oídos? Y la respuesta más natural será: «No». En este caso, la
pregunta representa un desafío a la opinión ortodoxa reinante y, en
consecuencia, el principio de libertad de expresión entra en crisis.
De todo ello resulta que, cuando en estos momentos se pide libertad
de expresión, de hecho no se pide auténtica libertad. Estoy de
acuerdo en que siempre habrá o deberá haber un cierto grado de
censura mientras perduren las sociedades organizadas. Pero
«libertad», como dice Rosa Luxemburg, es «libertad para los
demás». Idéntico principio contienen las palabras de Voltaire:
«Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a
decirlo». Si la libertad intelectual ha sido sin duda alguna uno de
los principios básicos de la civilización occidental, o no significa
nada o significa que cada uno debe tener pleno derecho a decir y a
imprimir lo que él cree que es la verdad, siempre que ello no impida
que el resto de la comunidad tenga la posibilidad de expresarse por
los mismos inequívocos caminos. Tanto la democracia capitalista
como las versiones occidentales del socialismo han garantizado
hasta hace poco aquellos principios. Nuestro gobierno hace grandes
demostraciones de ello. La gente de la calle —en parte quizá
porque no está suficientemente imbuida de estas ideas hasta el
punto de hacerse intolerante en su defensa— sigue pensando
vagamente en aquello de: «Supongo que cada cual tiene derecho a
exponer su propia opinión». Por ello incumbe principalmente a la
intelectualidad científica y literaria el papel de guardián de esa
libertad que está empezando a ser menospreciada en la teoría y en la
práctica.
Uno de los fenómenos más peculiares de nuestro tiempo es el
que ofrece el liberal renegado.
Los marxistas claman a los cuatro vientos que la «libertad
burguesa» es una ilusión, mientras una creencia muy extendida
actualmente argumenta diciendo que la única manera de defender la
libertad es por medio de métodos totalitarios. Si uno ama la
democracia, prosigue esta argumentación, hay que aplastar a los
enemigos sin que importen los medios utilizados. ¿Y quiénes son
estos enemigos? Parece que no sólo son quienes la atacan abierta y
concienzudamente, sino también aquellos que «objetivamente» la
perjudican propalando doctrinas erróneas. En otras palabras:
defendiendo la democracia acarrean la destrucción de todo
pensamiento independiente. Éste fue el caso de los que
pretendieron justificar las purgas rusas. Hasta el más ardiente
rusófilo tuvo dificultades para creer que todas las víctimas fueran
culpables de los cargos que se les imputaban. Pero el hecho de
haber sostenido opiniones heterodoxas representaba un perjuicio
para el régimen y, por consiguiente, la masacre fue un hecho tan
normal como las falsas acusaciones de que fueron víctimas. Estos
mismos argumentos se esgrimieron para justificar las falsedades
lanzadas por la prensa de izquierdas acerca de los trotskistas y otros
grupos republicanos durante la Guerra Civil española. Y la misma
historia se repitió para criticar abiertamente el hábeas corpus
concedido a Mosley cuando fue puesto en libertad en 1943.
Todos los que sostienen esta postura no se dan cuenta de que,
al apoyar los métodos totalitarios, llegará un momento en que estos
métodos serán usados «contra» ellos y río «por» ellos. Haced una
costumbre del encarcelamiento de fascistas sin juicio previo y tal
vez este proceso no se limite sólo a los fascistas. Poco después de
que al Daily Worker le fuera levantada la suspensión, hablé en un
College del sur de Londres. El auditorio estaba formado por
trabajadores y profesionales de la baja clase media, poco más o
menos el mismo tipo de público que frecuentaba las reuniones del
Left Book Club. Mi conferencia trataba de la libertad de prensa y, al
término de la misma y ante mi asombro, se levantaron varios
espectadores para preguntarme «si en mi opinión había sido un
error levantar la prohibición que impedía la publicación del Daily
Worker». Hube de preguntarles el porqué y todos dijeron que «era
un periódico de dudosa lealtad y por tanto no debía tolerarse su
publicación en tiempo de guerra». El caso es que me encontré
defendiendo al periódico que más de una vez se había salido de sus
casillas para atacarme. ¿Dónde habían aprendido aquellas gentes
puntos de vista tan totalitarios? Con toda seguridad debieron
aprenderlos de los mismos comunistas.
La tolerancia y la honradez intelectual están muy arraigadas en
Inglaterra, pero no son indestructibles y si siguen manteniéndose es,
en buena parte, con gran esfuerzo. El resultado de predicar doctrinas
totalitarias es que lleva a los pueblos libres a confundir lo que es
peligroso y lo que no lo es. El caso de Mosley es, a este efecto, muy
ilustrativo. En 1940 era totalmente lógico internarlo, tanto si era
culpable como si no lo era. Estábamos entonces luchando por
nuestra propia existencia y no podíamos tolerar que un posible
colaboracionista anduviera suelto. En cambio, mantenerlo
encarcelado en 1943, sin que mediara proceso alguno, era un
verdadero ultraje. La aquiescencia general al aceptar este hecho fue
un mal síntoma, aunque es cierto que la agitación contra la
liberación de Mosley fue en gran parte ficticia y, en menor parte,
manifestación de otros motivos de descontento. ¡Sin embargo, cuán
evidente resulta, en el actual deslizamiento hacia los sistemas
fascistas, la huella de los antifascismos de los últimos diez años y la
falta de escrúpulos por ellos acuñada!
Es importante constatar que la corriente rusófila es sólo un
síntoma del debilitamiento general de la tradición liberal. Si el
Ministerio de Información hubiera vetado definitivamente la
publicación de este libro, la mayoría de los intelectuales no hubiera
visto nada inquietante en todo ello. La lealtad exenta de toda
crítica hacia la URSS pasa a convertirse en ortodoxia, y,
dondequiera que estén en juego los intereses soviéticos, están
dispuestos no sólo a tolerar la censura sino a falsificar
deliberadamente la Historia. Por citar sólo un caso. A la muerte de
John Reed, el autor de Diez días que conmovieron al mundo —un
relato de primera mano de las jornadas claves de la Revolución rusa
—, los derechos del libro pasaron a poder del Partido Comunista
británico, a quien el autor, según creo, los había legado. Algunos
años más tarde, los comunistas ingleses destruyeron en gran parte la
edición original, lanzando después una versión amañada en la que
omitieron las menciones a Trotsky así como la introducción escrita
por el propio Lenin. Si hubiera existido una auténtica
intelectualidad liberal en Gran Bretaña, este acto de piratería
hubiera sido expuesto y denunciado en todos los periódicos del
país. La realidad es que las protestas fueron escasas o nulas. A
muchos, aquello les pareció la cosa más natural. Esta tolerancia que
llega a lo indecoroso es más significativa aún que la corriente de
admiración hacia Rusia que se ha impuesto en estos días. Pero
probablemente esta moda no durará. Preveo que, cuando este libro
se publique, mi visión del régimen soviético será la más
comúnmente aceptada. ¿Qué puede esto significar? Cambiar una
ortodoxia por otra no supone necesariamente un progreso, porque el
verdadero enemigo está en la creación de una mentalidad
«gramofónica» repetitiva, tanto si se está como si no de acuerdo
con el disco que suena en aquel momento.
Conozco todos los argumentos que se esgrimen contra la
libertad de expresión y de pensamiento, argumentos que sostienen
que no «debe» o que no «puede» existir. Yo, sencillamente,
respondo a todos ellos diciéndoles que no me convencen y que
nuestra civilización está basada en la coexistencia de criterios
opuestos desde hace más de 400 años. Durante una década he
creído que el régimen existente en Rusia era una cosa perversa y he
reivindicado mi derecho a decirlo, a pesar de que seamos aliados de
los rusos en una guerra que deseo ver ganada. Si yo tuviera que
escoger un texto para justificarme a mí mismo elegiría una frase de
Milton que dice así: «Por las conocidas normas de la vieja
libertad».
La palabra vieja subraya el hecho de que la libertad intelectual
es una tradición profundamente arraigada sin la cual nuestra cultura
occidental dudosamente podría existir. Muchos intelectuales han
dado la espalda a esta tradición, aceptando el principio de que una
obra deberá ser publicada o prohibida, loada o condenada, no por
sus méritos sino según su oportunidad ideológica o política. Y
otros, que no comparten este punto de vista, lo aceptan, sin
embargo, por cobardía. Un buen ejemplo de esto lo constituye el
fracaso de muchos pacifistas incapaces de elevar sus voces contra el
militarismo ruso. De acuerdo con estos pacifistas, toda violencia
debe ser condenada, y ellos mismos no han vacilado en pedir una
paz negociada en los más duros momentos de la guerra. Pero,
¿cuándo han declarado que la guerra también es censurable aunque
la haga el Ejército Rojo? Aparentemente, los rusos tienen todo su
derecho a defenderse, mientras nosotros, si lo hacemos, caemos en
pecado mortal. Esta contradicción sólo puede explicarse por la
cobardía de una gran parte de los intelectuales ingleses cuyo
patriotismo, al parecer, está más orientado hacia la URSS que hacia
la Gran Bretaña.
Conozco muy bien las razones por las que los intelectuales de
nuestro país demuestran su pusilanimidad y su deshonestidad;
conozco por experiencia los argumentos con los que pretenden
justificarse a sí mismos. Pero, por eso mismo, sería mejor que
cesaran en sus desatinos intentando defender la libertad contra el
fascismo. Si la libertad significa algo, es el derecho de decirles a los
demás lo que no quieren oír. La gente sigue vagamente adscrita a
esta doctrina y actúa según ella le dicta. En la actualidad, en
nuestro país —y no ha sido así en otros, como en la republicana
Francia o en los Estados Unidos de hoy— los liberales le tienen
miedo a la libertad y los intelectuales no vacilan en mancillar la
inteligencia: es para llamar la atención sobre estos hechos por lo
que he escrito este prólogo.
Del prólogo “La libertad de prensa”
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