LA MUERTE EN VENECIA (adaptación)

 



LA MUERTE EN VENECIA

Thomas Mann

Edhasa editorial, Barcelona, 1982

 

Había allí un ambiente mucho más abierto y de mayor amplitud y tolerancia. En los coloquios a media voz se notaban los acentos de los grandes idiomas. El traje de etiqueta, uniforme de la cortesía, reunían en armoniosa unidad aparente todas las variedades de gente allí congregadas. Veíanse los secos y largos semblantes de los americanos, muchas familias rusas, señoras inglesas, niños alemanes con institutrices francesas. La raza eslava parecía dominar. Cerca de él hablaban en polaco.

Se trataba de un grupo de muchachos reunidos alrededor de una mesilla de paja, bajo la vigilancia de una maestra o señorita de compañía. Tres chicas de quince a diecisiete años, quizá, y un muchacho de cabellos largos que parecía tener sólo unos catorce. Aschenbach advirtió con asombro que el muchacho tenía una cabeza perfecta. Su rostro pálido y preciosamente austero, encuadrado en cabello color de miel; su nariz recta, su boca fina, y una expresión de deliciosa serenidad divina, le recordaban los bustos griegos de la época más noble. Y siendo su forma de clásica perfección, había en él un encanto personal tan extraordinario, que el observador podía aceptar la imposibilidad de hallar nada más acabado. Pág. 39.

 

-          ¡Tadrín! ¡Tadrín!

Él se volvió entonces hacia la playa, corriendo haciendo saltar el agua en espuma al levantar las piernas, con la cabeza echada hacia atrás. La visión de esta figura viviente, tan delicada y tan varonil al mismo tiempo, con sus rizos húmedos y hermosos como los de un dios mancebo que, saliendo de lo profundo del cielo y del mar, escapaba al poder de la corriente, le producía evocaciones místicas, era como una estrofa de un poema primitivo que hablara en los tiempos originarios, del comienzo de la forma y del nacimiento de los dioses. Aschenbach escuchaba con los ojos cerrados ese canto que se renovaba en su interior, y pensó, una vez más, que allí se encontraba bien, y que se quedaría.

Más tarde, Tadrio estaba tumbado en la arena descansando del baño, envuelto en su sábana abierta por su hombro derecho, y con la cabeza descansando en el brazo desnudo. Aunque Aschenbach no lo miraba, sino que leía unas páginas en su libro, no se olvidaba de que estaba allí y que sólo necesitaba tornar ligeramente la cabeza hacia la derecha para contemplar lo más admirable del mundo. Casi llegaba a convencerse de que su misión era velar por el muchacho, en lugar de ocuparse de sus propios asuntos. Y un sentimiento paternal, el sentimiento del que se sacrifica en espíritu al culto de lo bello, por aquello que posee belleza, llenaba y conmovía su corazón. Pág. 49.

 

Otras veces permanecía en la arena, con los miembros extendidos; la sábana envolvía su cuerpo delicado; el brazo, suavemente modelado, descansaba en el arenal, con la barba apoyada en la palma de la mano. El muchacho llamado Saschu, sentado junto a él, lo contemplaba sumiso, y nada más seductor cabe imaginar que la sonrisa de labios y ojos con que él miraba enaltecido al otro, al admirador, al servidor. Otras veces se le veía al borde del mar, solo, apartado de los suyos, muy cerca de Aschenbach. Entonces aparecía erguido, con las manos cruzadas por detrás de la nuca, balanceándose suavemente y mirando, soñador, al lejano azul, mientras las olas suaves de la orilla bañaban sus pies. Su cabello rubio, de miel, se adhería en rizos húmedos en sus sienes y su cuello; el sol hacía brillar el vello de la parte superior de la espina dorsal; destacábanse claramente bajo la delgada envoltura el fino dibujo de las costillas, la uniformidad del pecho. Sus omóplatos eran lisos como los de una estatua; sus rótulos brillaban y sus venas azulinas hacían que su cuerpo pareciese forjado de un fino material traslúcido. ¡Qué disciplina, qué exactitud de pensamiento expresaba este cuerpo tenso y de juvenil perfección! Pero la voluntad severa y pura, que en un esfuerzo misterioso había logrado modelar esa imagen divina, ¿no era la que él, cuando lleno de contenida pasión libertaba de la masa del mármol del lenguaje la forma esbelta que su espíritu había intuido, y que representaba al hombre como imagen y espejo de belleza espiritual?

¡Imagen y espejo! Su mirada abarcó la noble figura que se erguía al borde del mar intensamente azul, y en un éxtasis de encanto creyó comprender, gracias a esa visión, la belleza misma, la forma hecha pensamiento de los dioses, la perfección única y pura que alienta en el espíritu, y de la que allí se ofrecía, en adoración, un reflejo y una imagen humana. La arrebatada inspiración había llegado, y el artista, que empezaba a envejecer, no hizo más que acogerla sin temor y hasta con ansiedad. Su espíritu ardía, vacilaba toda su cultura, su memoria evocaba antiquísimos pensamientos que durante su infancia había recibido de la tradición y que hasta entonces no se habían encendido con un fuego propio. Págs. 63, 64.

 

Un lugar atractivo y pintoresco se presentó de pronto ante sus ojos; se dio cuenta de que había estado allí unas semanas antes, el día que concibió su fracasado propósito de viaje. En medio de la plazoleta había un pozo. Allí se sentó en las escalerillas de piedra. Lugar de silencio, donde crecía la yerba entre las junturas del pavimento. Entre las casas viejas, de alturas irregulares, que rodeaban la plazuela, había una con pretensiones de palacio, con ventanas de arco en relieve y balcones, tras los cuales moraba el vacío. En la planta baja de otra de las casas había una botica. Ráfagas de aire cálido traían olor a desinfectantes.

Allí se encontraba sentado el maestro, el artista famoso, el autor de Un miserable, que en una forma clásica y pura renegara de toda bohemia y todo extravío; el que se alejó de lo irregular, condenando todo placer maldito; el que supo alzarse sobre tan elevado pedestal y, superando su saber y su ironía, gozó de la confianza de las masas. Allí estaba el escritor de gloria oficial, cuyo nombre había sido ennoblecido, y cuyo estilo servía para formar a los niños en las escuelas. Sus párpados se habían cerrado. Sólo de vez en cuando brillaba un momento, burlona y avergonzada, una mirada, para ocultarse en seguida, y sus labios yertos, brillantes a fuerza de cosméticos, modulaban en palabras a la extraña lógica del ensueño que su cerebro casi adormecido producía.

“Porque la belleza, Fedón, nótalo bien, sólo la belleza, es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu. Pero, ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que éste es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo, nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento es la pasión, y nuestras ansias han de ser de amor. Tal es nuestra gloria y tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos?

¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos? La maestría de nuestro estilo es falsa, fingida e insensata; nuestra gloria y estimación pura farsa; altamente ridícula la confianza que el pueblo nos otorga. Empresa desatinada y condenable es querer educar por el arte al pueblo y a la juventud. ¿Pues cómo habría de servir para educar a alguien aquel en quien alienta de un modo innato una tendencia natural e incorregible hacia el abismo? Cierto es que quisiéramos negarlo y adquirir una actitud de dignidad; pero, como quiera que procedamos, ese abismo nos atrae. Así, por ejemplo, renegamos del conocimiento libertador, pues el conocimiento, Fedón, carece de severidad y disciplina; es sabio, comprensivo, perdona, no tiene forma ni decoro posible, simpatiza con el abismo; es ya el mismo abismo. Lo rechazamos, pues, con decisión, y en adelante nuestros esfuerzos se dirigen tan sólo a la belleza; es decir, a la sencillez, a la grandeza y a la nueva disciplina, a la nueva inocencia y a la forma; pero inocencia y forma, Fedón, conducen a la embriaguez y al deseo, dirigen quizás al espíritu noble hacia el espantoso delito del sentimiento que condena como infame su propia severidad estética; lo llevan al abismo, ellos también, lo llevan al abismo, y nosotros, los poetas, caemos al abismo porque no podemos emprender el vuelo hacia arriba rectamente, sólo podemos extraviarnos. Ahora me voy, Fedón; quédate tú aquí, y sólo cuando hayas dejado de verme, vete también tú”. Págs. 97-99.




 

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