LA NOVENA PUERTA (adaptación)

 



EL CLUB DUMAS

Arturo Pérez-Reverte

Círculo de lectores, Barcelona, 1995

 

En otra lámina, numerada III, un puente guarnecido por puertas fortificadas cruzaba un río. Al levantar la mirada, Corso observó que Varo Borja sonreía enigmático, igual que un alquimista seguro de lo que su atanor cuece.

-          Todavía una última conexión –dijo el librero-: Giordano Bruno, mártir del racionalismo, matemático y paladín de la rotación de la Tierra alrededor del Sol… -hizo un gesto desdeñoso con la mano, como si todo aquello fuese secundario-. Pero ésa sólo es una parte de su obra, compuesta de sesenta y un libros en los que la magia ocupa un lugar importante. Y fíjese: Bruno hace una referencia expresa al Delomelanicon utilizando, incluso, las palabras griegas Delo y Melas, y añade: “En el camino de los hombres que quieren saber, hay nueve puertas secretas”, antes de referirse a los métodos para hacer que de nuevo luzca la Luz… “Sic Luceat Lux” escribe; casualmente el mismo lema –le mostró a Corso la marca de impresor del libro: un árbol desgajado por el rayo, una serpiente y una divisa- que utiliza Aristide Torchia en el frontispicio de Las Nueve Puertas… ¿Qué le parece?

-          Me parece bien. Pero eso y nada viene a ser lo mismo. Resulta fácil hacerle decir cualquier cosa a un texto, sobre todo si es antiguo y ésta escrita con ambigüedad.

-          O con ciertas precauciones. Aunque Giordano Bruno olvidó la regla de oro de la supervivencia: Scire, tacere. Saber y callar. Por lo visto supo como es debido, pero habló más de la cuenta. Y seguimos con las coincidencias: a Giordano Bruno le apresan en Venecia, le declaran hereje contumaz y le queman vivo en Roma, Campo dei Fiori, en febrero de 1600. El mismo itinerario, los mismos lugares y las mismas fechas que, sesenta y siete años después, jalonarán la ejecución del impresor Aristide Torchia: apresado en Venecia, torturado en Roma, quemado en Campo de Fiori en febrero de 1667. Para entonces ya se quemaba a poca gente, y fíjese: a éste lo quemaron.

-          Estoy impresionado –dijo Corso, que no lo estaba en absoluto.

Varo Borja emitió un chasquido de reprobación.

-          A veces me pregunto si es usted capaz de creer en algo.

Corso puso cara de reflexionar un momento antes de encogerse de hombros.

-          Hace tiempo creía en cosas… Pero entonces era joven y cruel. Ahora tengo cuarenta y cinco años: soy viejo y cruel.

-          Yo también lo soy. Pero hay cosas en las que creo. Cosas que me hacen latir el pulso.

-          ¿Cómo el dinero?

-          No se burle. El dinero es la llave que abre la puerta oscura de los hombres. Que le compra a usted, por ejemplo. O me concede lo único que respeto en el mundo: estos libros –dio unos pasos por la habitación, junto a las vitrinas repletas-. Son espejos a imagen y semejanza de quienes escribieron sus páginas. Reflejan preocupaciones, misterios, deseos, vidas, muertes… Son materia viva: hay que saber darles alimento, protección… págs. 78, 79.

 

Aquella misma tarde, Corso recibió la visita de Liana Taifeller. La viuda se presentó en su casa sin avisar, a esa hora incierta en que, junto al mirador que da a poniente, vestido con descolorida camisa de algodón y un viejo pantalón de pana, el cazador de libros veía arder en rojos ocres los tejados de la ciudad. Tal vez no fuera el momento idóneo, y muchas cosas de las que ocurrieron más tarde se habrían evitado, quizá, de presentarse ella a otra hora del día. Pero eso no se sabrá nunca. Los hechos que sí podemos establecer son éstos: Corso estaba frente al mirador, su mirada empezaba a enturbiarse a medida que el contenido del vaso de ginebra descendía de nivel, en ese momento sonó el timbre de la puerta, y Liana Taifeller –rubia, altísima, impresionante en una gabardina inglesa sobre traje sastre y medias negras-, apareció en el umbral. Se recogía el cabello en un muño bajo el sombrero Borsalino color tabaco y de ala ancha que llevaba un poco ladeado, con una gallardía que le iba muy bien; ese aire de mujer hermosa segura de serlo, dispuesta a que todos tomen nota de ello. Pág. 155.

 

 

 

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