CHARLTON HESTON Centenario 4
Me encontraba ensimismado en un apartado rincón del camerino cuando Lydia bajó por la escalera que daba al escenario y dijo:
- ¡Has estado maravilloso!
Una vez más a Cooper o a Grant se les habrían ocurrido veinte formas diferentes de decir algo gracioso, triste o encantador. Lo único que hice fue sacar la lengua. Lydia, en su infinita sabiduría femenina, se abstuvo de dejarme plantado o de golpearme con algo y esperó a que yo dijera con voz estrangulada:
- Lo que quiero decir es... que... que me gustaría hablar de ello contigo. ¿Podríamos ir a... tomar un café? ¿Por favor?
Contestó que sí, que le gustaría, y al decirlo sonaron armonías celestiales. Mientras salíamos del recinto universitario y nos encaminábamos hacia la cafetería, me di cuenta de que no llevaba dinero. Ni un centavo. Por supuesto no podía decírselo a la belleza celestial que caminaba a mi lado. De frente estaba aún más guapa que vista desde atrás, que es como yo la veía en clase.
Lo único que podía hacer era rezar en silencio y pedir que en la cafetería estuviera algún compañero al que pudiese pegar un sablazo. Y así fue. Encontré a un estudiante con el que acababa de hacer una obra de teatro y que se llamaba Bill Sweeney. Me prestó veinticinco centavos (su nombre quedará escrito en el Libro de Oro) y Lydia y yo tomamos té, que dura más que el café porque te dan más agua caliente sin cobrártela. p. 47
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